Una fotocopiadora y un bar
Por Rocío Fernández
el poema
es siempre energía transferida
de donde la poeta
la consiguió
Flavia Garione
1.
A fines de mayo, en un encuentro sobre poesía argentina de los ´90 (sobre el que ya escribimos también acá), Bernardo Orge, gran poeta e investigador de Rosario, compartió algunas reflexiones sobre el vínculo entre poesía y Estado. Su idea era que algunos organismos laterales y precarios del Estado no sólo habían funcionado como sostén económico de varios de los poetas de los ´90 sino que, además, ese cruce había impactado tanto en las maneras de hacer poesía como en las maneras de moverse y gestionar desde los pasillos de la burocracia. Algo así como que el Estdao ingresaba en la poesía al mismo tiempo que la poesía contaminaba el Estado. Para pensar estas cosas, Bernardo reconstruía una lista de experiencias en las que lo estatal atravesaba y era atravesado por las trayectorias de algunos de estos poetas. Cito algunas de las que él menciona: en 1989, Juan Desiderio dirige el anexo de poesía Raúl González Tuñón desde la Biblioteca Pública Evaristo Carriego en Buenos Aires, ámbito de sociabilidad de donde saldrían las revistas Trompas de Falopo (1990) y 18 whiskys (1993); allí mismo pero en los 2000 comenzaría a funcionar la Casa de la Poesía a cargo de Daniel García Helder y Washington Cucurto; en Bahía Blanca el trabajo desde 1992 de Sergio Raimondi en el Museo del Puerto de Ingeniero White (que actualmente dirige otra poeta, Lucía Bianco) o en el Instituto Cultural de Bahía Blanca entre 2011 y 2014; en Rosario, en los 2000, Martín Prieto era convocado para trabajar en la Editorial Municipal (EMR) y en 2007 pasa a ser director del Centro Cultural Parque de España, desde donde dirige además el Festival de Poesía de Rosario, cuya primera edición tuvo lugar en 1993; Martín Rodríguez trabajó en el Gobierno de la Ciudad primero y después en el Ministerio de Desarrollo Social; también en la órbita del Estado Nacional trabaja actualmente Marina Mariasch, Directora de Prensa del gabinete de Vilma Ibarra en la Secretaría de Legal y Técnica de la Presidencia de la Nación.
Lo primero que pensé fue: ¡qué largos fueron los 90!. Es una década que se desborda incluso hasta nuestros días, que parece no dejar de asediar. Ejemplo claro de esto es ¿Qué hacemos con Menem?, libro editado recientemente en conjunto entre Siglo XXI y Panamá Revista y coordinado por el ya mencionado Martín Rodriguez. A su vez, siento que cuanto más se habla de los ´90 más inasible se vuelve. Hay algo en esta línea que siempre me llamó la atención que es que para referirse por ejemplo al modernismo –un movimiento que se articula en base a la trayectoria de un tipo como Rubén Darío que arma casi toda la innovación de dicha estética en 8 años– se utilizara el vago y algo laxo “fin de siglo”, mientras que para nombrar a un movimiento tan vasto, heterogéneo y múltiple como el de la poesía de los últimos años del siglo XX y principios del XXI se utilizara un sintagma que remite a una década determinada. ¿Qué pasaría me pregunto si en vez de poesía de los 90 hubiéramos pensado en términos de fin de siglo?
Lo segundo que me vino a la cabeza mientras escuchaba la lectura fue un viaje que hice en 2019 con Ignacio Iriarte. Nos dirigíamos hacia Rosario, esa ciudad desde donde nos hablaba por zoom Bernardo, para asistir a dos eventos académicos que organizaba Irina Garbatzky: uno sobre fin de siglo XIX y otro que se llamaba “Nuestros Años 80”. El cierre de estas últimas estaba a cargo de Martín Prieto con una ponencia que él había titulado: “1966-1986. Una década que duró veinte años”. Tengo malísima memoria pero lo que recuerdo es que esos veinte años tenían que ver con la presencia temprana de una fotocopiadora en su cotidianeidad: al parecer en 1966, cuando Prieto era apenas un chico de 5 años, sus padres inician un negocio que trae consigo la presencia de esa máquina. Ahí comienza la década que estaría plagada de revistitas, editoriales, plaquetas, reuniones, proyectos, amigos, demás. El final de esa etapa que era, más que una década de la historia cultural, un pedazo de vida, terminaba en 1986 con la llegada de los hijos. Los años ochenta de Prieto eran entonces una oda y al mismo tiempo una despedida a los años de juventud. Puede que esté exagerando pero la melancolía con que el poeta hablaba nos emocionó. Casi me hace llorar este tipo me dijo Iriarte. El Prieto que nos hablaba era por supuesto el Prieto del que habla Orge, el Prieto del Estado, el del Festival de Poesía, el Centro Cultural Plaza España y la Editorial Municipal; pero el Prieto que veíamos en contraste contra el horizonte, como el gaucho dariano del poema “Del campo”, era el pibe que había jugado y experimentado con lo que tenía a mano. Antes que en el Estado, la poesía estaba en una fotocopiadora.
2.
Con el trabajo de Bernardo en la cabeza fue que recibí, a principios de junio, las respuestas que me enviaba Damián Selci a las preguntas que le había enviado en torno a su trayectoria personal pero sobre todo a su último libro, La organización permanente (que podes leer acá). Y ahí me encontré con esto que cito a continuación:
En algún momento dejé la carrera y me dediqué a escribir crítica literaria, y el gran acontecimiento que sí me preparó para militar, que me dio por primera vez la capacidad de pensar políticamente sin repetir nomás lo que dice la prensa, fue conocer a Alejandro Rubio y a Martín Gambarotta. Mi primera formación política fue escucharlos discutir durante varias horas, en el bar San Bernardo cuando estaba desierto, sobre peronismo y literatura, política y poesía, Montoneros y Pound y vuelta a empezar. Eso era un cenáculo, pero de verdad, como los que tenían los franceses antes, cuando escribían bien. Todo el primer kirchnerismo lo entendí, a priori, por boca de ellos. Que yo lo vivía como si estuviese tomando cynar con Rimbaud y Verlaine, ¿no? A esa mesa íbamos con Matías Capelli y Nicolás Vilela también. Una vez, Rubio o Gambarotta, uno de los dos, me dijo: “nosotros nos dedicamos a la poesía porque en los 90 no se podía hacer política”. Así descubrí que no era que la poesía de ellos tuviese, como dicen los críticos, “inflexiones políticas”, sino que la relación era mucho más profunda, casi de sustitución, y en ese sentido, de metáfora. Por eso, cuando llegó la invitación del kirchnerismo a militar, yo no podía no militar. Era la única manera honesta de entender lo que había escuchado decir a Gambarotta y a Rubio. Rememorando, el que nos dijo, a mí y a Vilela, “ustedes tienen que entrar en La Cámpora” fue Gambarotta, quien no tenía el menor vínculo con nadie de la política kirchnerista de entonces y menos con La Cámpora, pero para entender lo que estaba pasando tampoco lo necesitaba.
La anécdota habla por sí sola pero creo que agrega otra inflexión más a lo que decía Orge. Algunos de esos poetas de los 90, ya siendo poetas de los 90, en un bar, solos, por fuera de cualquier estatalidad o lugar de prestigio, charlando por horas, con unos jóvenes que un poco los admiran y diciéndoles que se tiene que meter en La Cámpora. No se van a meter ellos, no les interesa, no quieren, no tiene ganas; parece que su tiempo de militar ya pasó y que cuando les tocó lo que hicieron fue escribir poesía. Ahora la cosa cambió, ya no son los 90. Es otra época, y para hacer política hay que hacer otras cosas. Pero que nadie se olvide: antes que en el Estado, la militancia estaba en la poesía.
3.
Mientras tanto, en 2003, en esos años en que no se podía hacer política más que a través de la poesía, Fernanda Laguna lleva adelante el proyecto de Escuelita y Galería de Arte Belleza y Felicidad Fiorito.
4.
En el mismo evento sobre poesía de los 90, mi amiga Flavia propuso que para entender los 90 había que ir más atrás, a los ´80, a esa década de veinte años, como decía Prieto. Allí estaba el punk, la denuncia de los restos represivos de la dictadura, el librito de Juan Carlos Kraimer, Punk, la muerte joven, que enseñaba a hacer fanzines: todos elementos para pensar los nuevos modos de edición y los nuevos sentidos que aparecen en los ´90 alrededor de los libros. Flavia dice que efectivamente lo que sucede ahí es que los libros se transformaron en zonas de actividad; mi cerebro se confunde y escucha zona de radioactividad. Asocio rápidamente con una cosa medio Chernobyl y pienso en la poesía como otra versión de esa central nuclear a punto de hacer estallar por los aires la realidad de los ´90. Vuelve a mí la anécdota de Selci: Gambarotta y Rubio explotando y haciendo llegar por onda expansiva a Selci, Vilela y Capelli a la política. De los ´80 y la potencia política de las fotocopias a la poesía de los ´90, de los ´90 a la militancia. Dicho de otra manera, si la militancia antes que en el Estado estaba en la poesía y la poesía estaba en las fotocopias, quizás sea que, así como Bernardo decía que todos como parte del Estado escribimos los libros de los noventas, quizas todos seamos también, afortunadamente, un poco punks. O mejor que, si la militancia estaba en la poesía y la poesía en las fotocopias, la militancia nunca haya dejado de estar en todo este tiempo en la potencia nuclear de una fotocopiadora.
PD: tanto la intervención de Bernardo Orge como la de Flavia Garione las podes encontrar en el último número de la revista El jardín de los poetas.