Damián Selci, las redes y la militancia
Por Rocío Fernández
1.
A fines del 2020 con Ignacio Iriarte nos obsesionamos con las redes. Leímos Las redes humanas. Una historia global del mundo de J.R. McNeill y W. McNeill y Seis grados de separación. La ciencia de las redes en la era del acceso de Duncan Watts y quedamos completamente atrapados. No le he preguntado directamente pero estoy segura que de ahí en adelante los dos vemos redes en todos lados. Una de las tantas cosas que aprendimos leyendo esas teorías fue no sólo que las redes tienen algo así como una vida y una lógica propia que escapa al control humano sino que es en efecto ese mismo funcionamiento autónomo y por momentos caótico lo que garantiza muchas de las cosas más básicas de nuestra vida cotidiana.
2.
A fines de 2018, la editora de una revista académica me escribió un mail con una listita de publicaciones recientes para preguntarme si quería elegir uno para reseñar: así llegué a Teoría de la militancia de Damián Selci. Hacía no mucho había leído justamente una nota buenísima escrita por el autor y Claudio Iglesias en la que pensaban un pasaje de A rebours (1884) de J.K. Huysmans a partir del concepto de síntesis merceológica-trascendental (una lectura marxista del decadentismo, ¡qué osados!). El escrito estaba colgado en un blog en el que se recopilaban otras producciones que la dupla Selci-Iglesias había publicado en Revista Éxito (2007) y luego, junto con Carlos Gradin, en Revista Planta (2007-2011). Del encuentro fortuito (¿sobre una mesa de disección?) entre Marx y el padre de los decadentes finiseculares al encuentro también fortuito de una becaria con el libro de Selci.
3.
A fines del 2020 me llegó otro mail con una propuesta de reseña. Esta vez sin embargo quien escribía era Ana Mazzoni, editora de Cuarenta Ríos, la editorial que había publicado el primer libro de Selci. Probablemente por esa primera reseña que había escrito en 2019 me proponían ahora enviarme la continuación de esa teoría de la militancia. La organización permanente, así se llama el libro, llegó entonces, casualmente o no, al mismo tiempo que yo empezaba a leer teoría de redes. Volví entonces al blog para recorrer otras entradas y me topé no sólo con las críticas hacia eso que Selci llamaba la literatura “socialdemócrata” sino también con toda una serie de nombres y conexiones que empezaban a asomar en el campo cultural de la primera década del siglo y que a la luz del presente pueden pensarse como el momento en el que, en sintonía con el ámbito política, comienza a gestarse algo nuevo. Desde el surgimiento del Colectivo situaciones (2000) y la creación de revistas como El Interpretador (2004-2011), Mancilla (2011-2018), la segunda época de El ojo mocho (2011) o El río sin orillas (2012), hasta el inicio de editoriales como Interzona (2003), Las Cuarenta (2006) o Eterna Cadencia (2008) –en esta última por ejemplo publicó Selci su única obra de ficción, la novela Canción de la desconfianza (2012). No es esta la ocasión para desplegar el trazado de ese mapa que vi surgir mientras iba abriendo un sinfín de pestañas en el navegador (lo prometo para el próximo martes), pero creo que hay ahí en todos esos proyectos colectivos algo así como una nueva época que está pensando en y a partir de los 90 y al mismo tiempo haciendo con eso otra cosa, casi como si los 90 fueran un insumo (sirva de ejemplo el hecho de que en el 2012 el propio Selci junto con Ana Mazzoni y Violeta Kesselman, editaron La tendencia materialista. Antología crítica de la poesía de los ´90) En el medio de ese mapa entonces el recorrido de Selci: de la carrera de letras y las revistas como diatribas frente a la crítica académica, a la lectura de Gambarotta y Rubio y la escritura de una novela que es una especie de Megafón del siglo XXI; de la militancia que adviene con la muerte de Néstor al consejo deliberante de Hurlingham, de la lectura del posestructuralismo a la lúcida osadía de forjar las bases teóricas del kirchnerismo.
4.
Antes de dar pie a la entrevista, voy a esbozar apenas unas cuestiones. Lo primero es que Teoría de la militancia (2018) y La organización permanente (2020) hay que leerlos en conjunto. No solo porque el primero prepara el terreno para el segundo sino porque los dos libros dialogan de una manera particular con el momento en que fueron editados y evidencian también a mi entender un cambio en el terreno político. En Teoría de la militancia, la pregunta que impulsa el libro se remonta al 2015: ¿por qué perdimos y qué significa ganar? Después de un minucioso recorrido de los postulados de Laclau, Selci dirá que se perdió porque no se crearon militantes y que ganar sería cambiar el signo del pueblo por el del militante. De esa manera, deja planteada no solo una nueva subjetividad y un nuevo sujeto político sino también un desafío. La organización permanente es, en ese sentido, la propuesta de un método que viene a recoger ese guante.
Lo otro es que la apuesta de Selci es completamente revolucionaria en tanto recupera un caracter utópico que nos enfrenta con la responsabilidad y la posibilidad de un futuro y que por anacrónica parece volverse contemporánea. Su experiencia militante de poner el cuerpo se conjuga con la lectura de Lacan y la teoría política posestructuralista para desarticular y rearticular las narrativas políticas de la modernidad: si antes los significantes que estructuraban dichos proyectos se configuraban como cuestiones o topos a alcanzar, Selci logra hacer del conocimiento de ese inalcanzable un valor y una estrategia ya que eso que se esparce sin llegar nunca a un punto cúlmine es justamente la forma que adquiere la expansión de la militancia. Como una criatura monstruosa que no para de crecer –un muerto que no para de crecer decía la canción–, pienso entonces finalmente que si bien podría concebirse la pandemia como un acontecimiento que interrumpe el presente que está leyendo Selci, quizás puede entendersela también como una metáfora sumamente potente de una militancia que, al igual que un virus, desea expandirse por el cuerpo social.
ENTREVISTA
Tanto en Teoría de la militancia como en La organización permanente partís de una crisis: en el primero asociada a la caída del populismo en 2015 frente a Mauricio Macri y en el segundo a la crisis teórica del post-estructuralismo. Si uno vuelve a leer a la luz del último libro el capítulo que abre la primera de estas publicaciones, “¿Por qué perdimos y qué significa ganar?”, encuentra que se perdió porque el populismo cayó en su propia trampa (la de la ficción de sustancia) y que ganar es crear militantes. En ese sentido, La organización permanente no sólo viene a explicar programáticamente por qué para ganar/gobernar es necesario crear militantes sino que además viene también a terminar de arruinar la inoperancia de esas teorías políticas post-estructuralistas. Hay en esa tarea tuya de poner en crisis el soporte teórico del populismo algo que creo que se puede linkear con tu “época” de Revista Éxito y Revista Planta en la que ponías en crisis el exceso teórico de la crítica argentina y la literatura socialdemócrata. ¿Cuánto de esa “época de la literatura” te parece que preparó el terreno para la militancia?
Bueno, diría que bastante o todo, porque era toda la “preparación” que yo tenía al momento de empezar a militar… Efectivamente, ingresé en Letras hacia 2001-2002, y esa fue mi inmersión en el posestructuralismo, de una manera bastante intensa porque era el aire que se respiraba en Puan. Tengo los mejores recuerdos de las clases de Panesi. Me gustaba escucharlo sin anotar nada y sin entender tampoco, dejándome llevar por la sensación de estar asomándome a un mundo. Pero ya las otras cátedras eran más repetitivas o no me parecían tan interesantes, y en algún momento, conforme iba frecuentando la lectura de poesía contemporánea, especialmente la poesía de los 90, me empecé a dar cuenta de que el aparato teórico posestructuralista no me servía para nada más que para redactar monografías, y que los poetas que a mí me gustaban lo ignoraban o rechazaban. Con Barthes o Derrida o Ludmer no tenía cómo darme cuenta si una novela era buena o mala. En cambio, con los textos críticos de Pound o Eliot, de Enrique Lihn o de García Helder, sí. De ahí surge la vocación de hacer una crítica literaria cercana a los escritores, y no a la academia. Fue una transición lenta. Llegué a escribir un parcial entero contra una novela de Sylvia Molloy, a la que acusaba de meter pedazos de teorías francesas en boca de los personajes para que las cátedras la incluyeran en la bibliografía.
En algún momento dejé la carrera y me dediqué a escribir crítica literaria, y el gran acontecimiento que sí me preparó para militar, que me dio por primera vez la capacidad de pensar políticamente sin repetir nomás lo que dice la prensa, fue conocer a Alejandro Rubio y a Martín Gambarotta. Mi primera formación política fue escucharlos discutir durante varias horas, en el bar San Bernardo cuando estaba desierto, sobre peronismo y literatura, política y poesía, Montoneros y Pound y vuelta a empezar. Eso era un cenáculo, pero de verdad, como los que tenían los franceses antes, cuando escribían bien. Todo el primer kirchnerismo lo entendí, a priori, por boca de ellos. Que yo lo vivía como si estuviese tomando cynar con Rimbaud y Verlaine, ¿no? A esa mesa íbamos con Matías Capelli y Nicolás Vilela también. Una vez, Rubio o Gambarotta, uno de los dos, me dijo: “nosotros nos dedicamos a la poesía porque en los 90 no se podía hacer política”. Así descubrí que no era que la poesía de ellos tuviese, como dicen los críticos, “inflexiones políticas”, sino que la relación era mucho más profunda, casi de sustitución, y en ese sentido, de metáfora. Por eso, cuando llegó la invitación del kirchnerismo a militar, yo no podía no militar. Era la única manera honesta de entender lo que había escuchado decir a Gambarotta y a Rubio. Rememorando, el que nos dijo, a mí y a Vilela, “ustedes tienen que entrar en La Cámpora” fue Gambarotta, quien no tenía el menor vínculo con nadie de la política kirchnerista de entonces y menos con La Cámpora, pero para entender lo que estaba pasando tampoco lo necesitaba.
En Canción de la desconfianza, esa especie de Megafón o la guerra del siglo XXI, el secuestro es lo que parece estar en el lugar de la militancia. No habría una comunidad organizada sino una secta de Empecinados dirigida por un paranoico dispuesto a cambiarle la cabeza a un burgués Esclarecido. Hay algo del partisano incluso, de la guerrilla minoritaria por fuera de cualquier organización. Si en el 2012 (o en realidad entre el 2008 y el 2010 que leí que es el momento en que escribís la novela despuntado por el conflicto con el campo) lo que guía al personaje es la desconfianza absoluta, en el 2020 toma relevancia la confianza absoluta en el otro para incluso recuperar y revalorizar el verticalismo dentro de las comunidades organizadas. ¿Crees que esto se puede leer como producto de un cambio de época? ¿Podría pensarse algo así como que para dar el paso de la militancia primero había que internalizar la desconfianza? ¿Cómo despegar finalmente el verticalismo de las experiencias trágicas que legó el comunismo y las experiencias revolucionarias en el siglo XX para apelar nuevamente a la confianza? ¿Es esa confianza en la conducción compatible con la posibilidad del disenso interno?
La novela fue escrita justo en el momento de transición, digamos: es la síntesis que pude hacer de lo que había leído y pensado hasta el momento, y por supuesto ya estaba muy metido con el tema de la militancia, que me daba vueltas por la cabeza. Es un texto que, para mí, fantasea el surgimiento de una organización política, bajo una forma más rudimentaria e inicial, que es la de la secta. Todo empieza como secta. Y el texto arranca con la idea del secuestro, pero termina con la idea del reclutamiento, y hoy, con el vocabulario más afinado, diría encuadramiento. Pero lo más importante de ese texto, y quizá la razón por la que no seguí escribiendo después, es que todo el modelo críptico-poético-paranoico que yo me había fabricado (Gambarotta, Lamborghini, Pynchon y cosas así) se termina cuando no hay motivos para no hablar claro. La poesía de los 90 para mí era el mejor ejemplo de literatura posible en Argentina, y era críptica, contraída, era poesía, en una palabra: condensación, decir mucho con poco. ¿Por qué hablar en clave en los 90? Porque la izquierda peronista fue liquidada física y simbólicamente, así que su lenguaje tenía que circular como contraseña. es eso. Pero la poesía, como me habían dicho Rubio y Gambarotta a su manera, era sobre todo una forma de mantener la comunicación cuando el discurso de la izquierda peronista se había calcificado y vuelto fósil; era un recurso casi de contrainteligencia. Ahora bien, yo en el Patio de las Palmeras de la Casa Rosada cantaba “a pesar de las bombas, no nos han vencido”, entonces…
La cuestión de la desconfianza, resumiendo, tenía más que ver con el cripticismo, con hablar en clave; no está en la misma serie que la confianza militante, ni siquiera para oponérsele.
(En cuanto al verticalismo y su perfecta utilidad aun tomando en cuenta la experiencia setentista, escribí un artículo, al que me remito: “Cristina y la organización: por un nuevo balance de los 70”, aparecido en Agencia Paco Urondo)
Mientras leía sentí muchísima curiosidad sobre tu historia o experiencia de/en la militancia. No podía dejar de pensar en ese sentido quién habría sido o quiénes habrán sido esos militantes que te crearon esa responsabilidad por la responsabilidad del Otro, que te crearon en definitiva como militante. Por otro lado, también pensaba en esas especies de revelaciones que abundan en tu libro: el “momento” en que se deja de buscar el sujeto político afuera y se entiende que el sujeto político es uno (y la consecuente autocreación del militante), o el “momento” en que se interioriza el antagonismo, etc. ¿Cuánto de todo esto se cimenta en tu experiencia? ¿De qué manera? ¿Cómo fue tu camino dentro de la militancia? ¿Hubo algo así como un momento crítico y/ o revelador de tu praxis militante que te llevó a dar de a poco con tu teoría?
Me acuerdo el día cuando murió Néstor: hay censo, día creo que nublado, explota la noticia en la televisión y me subo al 8 (entonces vivía aún en Liniers) para ir por Rivadavia hasta Plaza de Mayo. En el colectivo había poca gente, normal por el feriado. Pero después se sube más. Yo estaba energizado, asustado, sentía que flotaba. En un momento me doy cuenta de que todos los pasajeros del colectivo estábamos yendo a la Plaza.
Ahí algo se acelera. Con Violeta Kesselman, Nicolás Vilela y Ana Mazzoni empezamos a dar vueltas buscando dónde militar, por dónde empezar. Al principio pensábamos en algo vinculado a lo cultural, que era una forma de hacer menos desconocido el proceso. Y tuvimos suerte porque de casualidad caímos en una reunión con Martín Rodríguez y Luana Volnovich. Martín ya había juntado un grupo de diez o doce compañeros para discutir coyuntura, los jueves a la noche. Eso duró algunos meses; solamente conversar sobre lo que iba pasando, que además era interesantísimo: Cristina, Clarín, batalla cultural, CGT, Sociedad Rural, Papel Prensa, la juventud, la historia, la soja, la Embajada. Y en un momento, a instancias de Martín, esta secta un poco mejorada tomó la decisión espectacular y contraintuitiva de no militar en Capital, de donde éramos todos, sino irnos a Hurlingham, sitio que yo no había pisado ni una vez y que ahora, para mí, significa todo.
No puedo contar, me agrada decir incluso que no poseo la de contar toda la historia de la militancia en Hurlingham, pero en lo que hace al surgimiento de la vocación teórica me parece que se responde más fácil: primero, no fue algo que hiciéramos de entrada. Al principio, lo que había que hacer era aprender, porque entre la militancia real y cualquier imaginación previa hay un abismo que no puede ser cubierto más que con el cuerpo. Pero no es que no mantuviésemos inquietudes teóricas, porque todos proveníamos de las humanidades, si es que se les sigue diciendo así. Sólo que en aquel momento de alza nos alcanzaba con Laclau para la parte teórica, y con Puiggrós para la parte histórica. Entre los dos, la convergencia en una antinomia: pueblo vs. oligarquía. Diría que la militancia era para mí ante todo una revancha histórica: militar era lo que habían hecho los compañeros de los 70, lo que no habían podido hacer Rubio y Gambarotta, y por ende lo que hacíamos nosotros, en favor del pueblo y contra la oligarquía. Sólo con la derrota de 2015 sucede lo que vos llamás “el momento crítico”: el pueblo puede votar contra sí mismo. Entonces, con el desplome explicativo de la noción de “pueblo”, empiezo a escribir y esta palabra deja de ser solamente una revancha histórica para convertirse en un concepto.
En la presentación de tu libro hubo alguien que habló de la militancia como una banda de Moebius en la que ya no se sabe (y ni siquiera importa) si viene antes la teoría o la práctica porque en definitiva la teoría de la militancia surge de/desde/en la militancia. No habría por ende una separación tajante a la vieja usanza entre los intelectuales que interpretan y programan y aquellos que llevan eso a la práctica. Esto me lleva a preguntarme, por un lado, cómo se producen orgánicamente esos saberes desde la militancia y, por el otro, y teniendo en cuenta el bagaje teórico del libro, a quién le habla La organización permanente.
En efecto, no hay separación tajante entre teoría y práctica. Abreviando mucho, la teoría surge cuando hay problemas. No se piensa sin problema, o como decía Deleuze, “hay algo en el mundo que fuerza a pensar”. Esta indicación deleuziana me gusta porque distingue bien entre la teoría de la práctica y el estilismo teoricista académico. Un gran ejemplo de esto es de Perón. La teoría de la conducción de Perón no surgió porque se puso de moda reflexionar epocalmente sobre las relaciones político-interpersonales en la sociedad de posguerra, surgió ante el problema muy concreto que tiene el primer peronismo: posee el Estado y la centralidad política, pero no tiene cuadros suficientes, porque el subsuelo de la patria sublevada no está preparado para la tarea que tiene que llevar a cabo. El saber de la militancia, entonces, por sofisticado que termine siendo, emerge a partir de un problema, por lo general urgente, coyuntural, a veces incluso vergonzante.
Y le habla a la militancia, por supuesto, y a los que podrían devenir militantes y buscan razones para convencerse. Siempre hay alguien, en alguna parte, a punto de militar. En cuanto al bagaje teórico, me esfuerzo por escribir claro. Pero la militancia siempre tuvo hábitos lectores. Sólo la quebradura neoliberal la alejó de la reflexión teórica.
Si en Teoría de la militancia te preguntabas ¿Por qué perdimos y qué significa ganar?, ahora, con la victoria del Frente de Todxs del 2019 podríamos preguntarle a La organización permanente: ¿Por qué ganamos y que significaría perder? En ese sentido, ¿Cómo entran en juego y/o afectan a nivel territorial las alianzas electorales? y, retomando algo que dijo Nicolás Vilela en la presentación de tu libro respecto a que no todas las medidas políticas del kirchnerismo fueron necesariamente militantes, ¿cómo crees que se pueden articular políticas militantes desde la gestión?
Son varias preguntas muy diferentes. Este último libro no se propone explicar una victoria electoral porque, en rigor, la coyuntura que describe sigue siendo defensiva: lo que denomino “la crisis teórica del presente”. Es decir, la falta de voluntad, estrategia y programa una vez consolidadas dos crisis superpuestas: la del marxismo (lugar común) y la del posmarxismo o populismo (de esta se habla muchísimo menos, y no sólo por ser más reciente). El triunfo electoral de 2019 no suministra una respuesta a este problema. Sin duda se puede decir que ganamos en 2019 porque Cristina retuvo la conducción del peronismo y pudo delinear la estrategia, porque ella logró la unidad, porque el macrismo fue un desastre sin apelación. Lo diría así: la derrota de 2015 puso en crisis el concepto de pueblo; la victoria de 2019 no revirtió esa crisis. No alteró nada al respecto. No son, ambas elecciones, fenómenos al mismo nivel.
Cómo desplegar políticas militantes desde la gestión es una pregunta gubernamental, técnica, y para responderla habría que estar de acuerdo –lo que de ninguna manera está generalmente consensuado, sino que es sólo una propuesta– en que gobernar equivale a crear militantes. Si esto fuese así, entonces la “gestión” debería concebirse como un momento subordinado de la formación y del encuadramiento. El desafío de pensar cada instancia del gobierno en función de la creación de militantes excede lo que pueda decir en esta nota. Pero para no esquivar el tema, digamos de pasada que las cadenas nacionales de Cristina buscaban esto: adosarle a cada hecho de gestión una charla política. Por eso la derecha las estigmatizaba tanto.
Me llama la atención que en el mismo año que salió tu libro, se publicó también uno que arma sentidos del lado del macrismo a partir de un concepto diametralmente opuesto al de la organización permanente que es el de desobediencia civil (el libro es de Juan José Sebrelli y Marcelo Gioffre). Si desde el kirchnerismo la consigna es creemos más militantes y organicémoslos mejor, del otro lado es creemos más “desobedientes”. Construir vs. destruir o disgregar. ¿Qué opinas al respecto? ¿Se podría decir que la teoría de la “militancia” del macrismo es crear justamente no-militantes? ¿Podría haber, al igual que hay populismo de izquierda y de derecha, teorías de la militancia de izquierda y de derecha?
Efectivamente, el propósito de la derecha es crear individualistas. Esto no equivale a crear gente que busca su propia conveniencia con indiferencia de lo que suceda a los demás: en este caso, podría funcionar la mano invisible del mercado de la que hablaba Adam Smith, dado que el egoísmo racional puede llevar al individuo a cooperar con otros para evitar, por ejemplo, el colapso climático. Para ser claros, desde el punto de vista clásico, y precisamente en virtud de mi propio bien y mi propia seguridad, lo que más me conviene bien podría ser el bienestar de los demás, porque en ese caso disminuiría la conflictividad y mis propiedades peligrarían menos. Pero el individualismo es otra cosa. Lo que busca no es el bien del individuo, sino el bien de la del individuo antisolidario, que no es indiferente al otro sino que, con suma pasión, desea dañarlo. Y en virtud de esta idea mucha gente puede escoger el propio sufrimiento, siempre que la pasión anti-Otro pueda prosperar. Los macristas pagaban con alegría el tarifazo de luz porque, aunque destrozaba sus bolsillos, gozaban con la idea de que los otros (vagos, planeros y demás) la estaban pasando todavía peor.
Pero por razones esenciales me resisto a entregarle a la derecha la palabra militancia. Yo propongo un uso restringido, es decir, un concepto de la militancia. Primero, porque militancia no es igual a “hacer política”. Hacer política hacemos todos, la derecha, nosotros y los neutrales o pretendidos neutrales. La política militante, por su parte, se define por la responsabilidad por la responsabilidad del otro. Y esto no es lo que sucede con el populismo. La teoría populista puede ofrecer ejemplos de derecha o de izquierda porque es formalista. Consiste en la articulación de demandas insatisfechas, con entera independencia de si el contenido de las demandas resulta ser reaccionario o igualitario. En cambio, la teoría de la militancia no puede ser acusada de formalista, porque su forma es lo mismo que su contenido: crear militantes no representa un medio para lograr un fin indeterminado, sino que suministra el objetivo en sí mismo. En mi planteo, el contenido en cierto modo se vuelve contemporáneo de la forma.
Creo que tanto en el libro como en la nota que publicaste en Agencia Paco Urondo sobre el método de construcción territorial en Hurlingham hay un anclaje muy fuerte en la idea de poner el cuerpo y hacer que el otro también ponga el cuerpo. Me pregunto, en pleno auge de las redes sociales como plataformas que entran en juego en la disputa política, qué lugar hay para la tecnología y la batalla cultural en tu apuesta por la militancia.
Poner el cuerpo, en mis términos, no significa simplemente poner el cuerpo como entidad tridimensional que ocupa un lugar en el mundo físico. El cuerpo que se pone en la militancia es el cuerpo como garantía precaria de la veracidad de mi discurso político. Poner el cuerpo significa exponerse, prometer, en ocasiones correr peligro, como mínimo salir de la comodidad, porque es la única manera de que los demás puedan tomarlo a uno en serio. No es lo mismo ir a un cumpleaños que mandar saludos por teléfono. No es lo mismo ir a la movilización que reivindicar a los que movilizan mirando la televisión. Y no es lo mismo firmar la “Carta Abierta de un escritor a la Junta Militar” que no firmarla. Usemos el término “cuerpo” para designar lo que estoy dispuesto a comprometer para que mi discurso político sea tomado en serio. Por eso el coraje constituye un elemento central de la militancia. Badiou escribió páginas tremendas sobre el coraje en un libro que me impactó mucho, .
Para la militancia, siempre definida como la responsabilidad por la responsabilidad del otro, todas las herramientas o tecnologías son igualmente utilizables a sus efectos. No habría motivos para prohibirse el recurso a ninguna de ellas, dado que son eso, recursos. Y de hecho creo que la discusión por los recursos tiene que venir después del debate programático. Siempre que los intelectuales debaten sobre herramientas llegan a aporías o planteos contradictorios, que finalmente no mueven a nadie a ninguna parte. Podemos decir que las redes sociales son máquinas de odio automático o las nuevas tribunas del pueblo, o ambas cosas a la vez. Pero todo eso lleva a confusión. La cuestión es qué queremos nosotros, y sólo entonces, una vez que el tema gane un cierto consenso, la discusión por los medios (tecnológicos o del tipo que fueren) se va a aclarar sola. Es decisivo enfocar los problemas de a uno. Pontificar sobre la tecnología “desde la teoría de la militancia” nos compromete en una posición falaz, porque lamentablemente todavía no existe una discusión generalizada acerca de cuáles son los objetivos de la militancia. Todavía estamos viendo cómo ser populistas cuando la derecha se volvió ultraderecha y el antagonismo dio lugar ala enemistad absoluta. Por eso, lo importante es aquello que vamos a proponernos, con independencia de los medios de que disponemos, con independencia de la relación de fuerzas, con independencia de todo. Lo importante es lo que deseamos, lo que anhelamos, lo que tiene sentido para nuestra generación. Lo importante, lo voy a decir parafraseando a Derrida, es el , el militante que en cada caso estamos siempre deviniendo cada no-uno y cada no-una, el militante que viene.