Wormold y Majul
Por Ignacio Iriarte
En los años ’50 el escritor británico Graham Greene acostumbraba pasar sus vacaciones en La Habana. La familiaridad con los casinos, los clubes, los bares y el clima tropical le permitieron crear el ambiente de Nuestro hombre en La Habana, que por varios motivos habría que considerar como su mejor novela. En ella, da vida a James Wormold, un inglés que vive en La Habana y tiene el nada redituable negocio de venta de aspiradoras. Un día entra al negocio un hombre que le dice que pertenece del servicio secreto de su Majestad y lo invita a convertirse en espía. Viudo, con una hija adolescente que le pide más de lo que él puede dar, termina aceptando, pero de inmediato se pregunta qué puede hacer un espía británico en La Habana. Como necesita el dinero, justifica su sueldo inventando cosas: dice que contrata nuevos agentes, les hace llegar a sus superiores algunos descubrimientos menores y termina copiando el plano de una aspiradora dándole la dimensión de un edificio. En la sede central de Londres creen que se trata de un arma mortífera que posiblemente sea de los soviéticos y la mentira se pone a operar de tal manera que Wormold termina de verdad desbaratando algo real.
Es de lamentar que la realidad no esté creada ni contada por alguien con la fina ironía de Graham Greene, pero su fábula dice mucho más sobre nuestro mundo de lo que parece. En muchos sentidos, los espías suelen ser personajes sórdidos: hombres (no se conocen espías mujeres) de alguna de las ahora varias policías que existen en el país, tal vez gente exonerada, pequeños delincuentes o evasores que son coptados bajo extorsión, soplones, delatores, en fin, gente que hace trabajos de poca monta como poner una bomba falsa, hacer el seguimiento de alguien, sacarle fotos a una casa, pinchar teléfonos o meter en computadoras algún programa para extraer información, para descubrir detalles privados como que tal es amante de cual. Este escaso glamour se ventiló hace poco cuando salió a la luz que una división del servicio de inteligencia argentino tenía un grupo de whatsapp, como lo tienen los papis y mamis de la burbuja 4 del jardín N° 3. Pero esta aburrida sordidez no quita que los servicios de inteligencia realizan una actividad similar a la de James Wormold: por medio de informaciones falsas y verdaderas que hacen públicas a través del periodismo, alimentan esa ficción cotidiana que llamamos realidad en la medida en que direccionan los perfiles públicos de personajes que en general proceden del ámbito de la política y el mundo empresarial.
En un extraordinario libro sobre las novelas de espías, el sociólogo Luc Boltanski sostiene que el principal objetivo de los Estados modernos es construir la realidad. Sin ser del todo conscientes, las acciones que realizamos, los espacios en los que nos movemos, las comunidades a las que imaginamos pertenecer están codificadas por medio de discursos como el derecho (qué puedo y qué no puedo hacer) y por relatos globales como la historia y la cultura cotidiana. Al ganar cada vez más peso, los medios de comunicación y las grandes empresas de Internet se convirtieron en serios competidores en lo que respecta a la producción de la realidad. No se trata acá de identificar a un ser perverso que manipula los signos (el personaje Magnetto es tan irreal como Wormold); más bien, se trata de identificar una red de signos y que constantemente es producida por diferentes nodos que tienen mayor o menor capacidad de intervención y propalación de información. En esa red, los espías son aquellos que recolectan informaciones por algún motivo escabrosas para alimentar la realidad y direccionarla a fin de establecer variaciones o leves modificaciones.
Durante el anterior gobierno, la circulación de información obtenida por estos medios se volvió cotidiana y mantuvo como propósito mostrar que el gobierno de Cristina Kirchner se robó el dinero que le faltaba en el bolsillo a la persona de a pie. Como la realidad suele ser aburrida, para darle veracidad fue necesaria la exageración: un fiscal se puso a excavar en la tundra patagónica buscando dinero del lavado. Ese tipo de intervenciones ficcionales suele ser apasionante por los ridículos efectos que genera. No hace mucho, el periodista Luis Majul reveló cómo conseguía grabaciones de conversaciones telefónicas entre Cristina Kirchner y Oscar Parrilli: anunciando que se trataba de algo digno de una película de Oliver Stone, dijo que las encontraba en un árbol cuando iba a correr por los bosques de Palermo. James Wormold habría envidiado esa explicación absurda diseñada para un televidente que solo consume estereotipos.
¿Majul es Wormold? Hace unos meses se difundió la información de que el célebre periodista revistaba en los servicios secretos del país con el apodo de Pirincho, nombre que, seamos sinceros, le daba veracidad a la información. Finalmente se conoció que ese personaje nervioso, que parece a punto de explotar mientras transmite un dato por lo general tan escandaloso como anodino, no era un espía. Pero desde cierto ángulo la cuestión importa poco, porque no importa tanto quién obtiene información o desde qué fuente obtiene el dinero con el que vive, lo que importa es la circulación de información compactada, recortada, ficcionalizada, estereotipada, en definitiva, producida, mediante la cual se intervienen los perfiles públicos de las personas.
Cuando Graham Greene exagera, propone un distanciamiento entre irónico que convierte la historia de Wormold en un espejo deformado de la realidad. Majul, con su explicación, hizo algo similar: dijo algo tan ridículo sobre la procedencia de la información, que se convirtió en un signo de una de las formas en las que cotidianamente se produce nuestra realidad. Porque como dijo Lacan, la realidad, como quiera que uno la mire e interprete, tiene estructura de ficción.