Tres inicios deportivos para leer la historia
Por Pepe y Rocío Fernández
1891, Paris. El diario Vélo organiza la Paris-Brest-Paris, una prueba ciclísticaa de 1260 kilómetros que gana Charles Terront después de 71 horas de pedaleo. Los lectores, ansiosos por conocer el relato de semejante aventura, agotan rápidamente los ejemplares. El éxito asombra al director del diario, Pierre Giffard, quien no tarda en crear entonces otras dos pruebas: la Burdeos-Paris y la Paris–Roubaix. Así, las primeras competencias resultan ser el producto de dos negocios en simbiosis: la venta de diarios y la venta de bicicletas. En efecto, el diario Vélo se financiaba en gran parte por los anuncios de los fabricantes de bicicletas, y ambos, periodistas y fabricantes, se aliaban a su vez para organizar grandes espectáculos deportivos. El objetivo era seducir con las hazañas ciclísticas tanto a los espectadores que presenciaban en directo el paso de las carreras como a los lectores de las crónicas de Vélo, teñidas de épica rimbombante. Y así lo consiguieron: la venta de diarios deportivos y bicicletas se disparó en Francia.
Pero esto es tan solo el comienzo porque en el mismo rubro trabajaba Henri Desgrange, antiguo ciclista y jefe de publicidad de Adolphe Clément, fabricante de bicicletas. Desgrange organizaba carreras para promocionar las bicicletas Clément e incluso tuvo la idea de construir el velódromo del Parque de los Príncipes, pero tenía un problema: que el diario Vélo jamás publicaba noticias sobre sus competencias. Indignado por el monopolio informativo y publicitario que ejercía Vélo, Desgrange y Clément se reunieron con los presidentes de varios clubes y fabricantes automovilísticos –entre ellos, un tal Édouard Michelin– y en 1900 decidieron fundar un diario sobre automovilismo y ciclismo: L´Auto-Velo. Sin embargo, Pierre Giffard, que no estaba dispuesto a compartir, contraatacó rápidamente: denunció al nuevo diario por uso indebido de una marca registrada y ganó el juicio, por lo que Desgrange tuvo que eliminar la palabra Vélo y quedarse solo con L´ Auto, a pesar de que también hablara de ciclismo.
La guerra estaba declarada. Desgrange, lejos de darse por vencido, organiza su primera carrera larga: Marsella-Paris. La prueba tiene cierto éxito pero L´Auto no logra superar los 20.000 ejemplares mientras que Vélo ronda los 80.000. El 20 de noviembre de 1902, Desgrange reúne entonces a sus colaboradores para pensar en algún proyecto más ambicioso que permitiera alcanzar esas cifras. La idea germinó en el cerebro del redactor Geo Lefevre: "–Últimamente nos llegan cartas desde las ciudades de provincias, porque quieren ver a las figuras del ciclismo. Podríamos organizar una carrera por etapas que saliera de Paris y que recorriera las ciudades principales. Sería una vuelta a Francia."
Cuando Desgrange y equipo escucharon esa idea no supieron que estaban creando en ese mismísimo momento la prueba más icónica del ciclismo profesional: el Tour de France. El 19 de enero de 1903, la portada del diario L´Auto anunció el nacimiento de la criatura: “La mayor prueba ciclista del mundo entero. Una carrera de un mes, del 1 de junio al 5 de julio, por Lyon, Marsella, Toulouse, Burdeos y Nantes. 20.000 francos en premios”. 2428 kilómetros divididos en 6 etapas. Y, finalmente, y luego de algunos ajustes de último momento para fomentar la participación, el 1 de julio de 1903, a las 15 horas y 16 minutos, el periodista George Abran bajó la bandera amarilla –el color de las páginas de L´ Auto que luego se convertiría en el color del maillot del líder– dando inicio a la marcha de los 76 ciclistas que corrieron esa primera etapa de 467 kilómetros hasta Lyon. La carrera fue un éxito completo: la tirada de L´ Auto pasó de 20.000 a 50000 ejemplares y la cifra seguiría creciendo año a año hasta los 320.000 en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
1978, Honolulu. En un bar, y con cervezas bien frías de por medio, un grupo de marines aburridos discuten sobre quién de todos ellos es el más fuerte. La quietud que domina las aguas de esa década entrante que vería el fin de la guerra fría y la consecuente falta de tareas bélicas, hace que a uno de ellos, John Collins, se le ocurra que la mejor manera de saldar la cuestión es realizar una prueba nunca antes vista que reuniera las carreras más largas que se corrían en la isla: el cruce de la bahía de Waikiki de 4 km, la vuelta a Oahu, una carrea de ciclismo de 180 km, y la maratón de Honolulu de 42 km. El ganador se convertiría en el hombre de hierro.
Así fue como el 18 de febrero de ese año, luego de algunos días de organización a cargo de Collins y Judy, su mujer, se corrió el primer Ironman, en el que largaron 15 participantes y llegaron 12. John Dunbar, un experimentado marino de la Marina Estadounidense, lideró casi toda la carrera pero durante la maratón sufre problema de deshidratación; un espectador bienintencionado le convida cerveza para aliviar la sed y termina por empeorar aún más su estado. Gordon Haller que venía detrás de Dunbar aprovecha la borrachera del experimentado marine para acelerar el paso y convertirse así en el ganador de la competencia con 11 horas y 46 minutos. Lo mejor de todo: Gordon Haller, el primer hombre de hierro, no sería marine sino chofer de taxi.
En 1979 vuelven a repetir la competencia –en esta ocasión con participación femenina– y logran que la revista Sports Illustrated, que estaba cubriendo un torneo de golf en la isla, publique la primera nota sobre la carrera. Barry McDermontt, el periodista en cuestión, se entusiasma tanto con la competencia que escribe 10 páginas y da a conocer el Ironman en todo Estados Unidos. A su vez, Collins y Judy consiguen el primer sponsor para el evento: Nautilus Fitness Center de Honolulu será no solo el primer sostén económico de la competencia sino la puerta de entrada a la organización de Valerie Silk, co-propietaria de la marca, quien con el tiempo se convertiría en la gran impulsora de la competencia.
Finalmente, en la edición de 1980 llegaría el broche de oro para el despegue definitivo: el programa Wide World of Sports de la ABC televisa la tercera edición de la carrera, en la que Dave Scott cruzaría la meta en 9:24:33, bajando dos –sí, dos– horas el tiempo del año anterior. La posibilidad de registro no sólo permitiría de ahí en adelanta registrar las victorias sino también la verdadera épica de aquellos que como Julie Moss, una joven de 23 años, cruzaron la línea de llegada en cuatro patas por la fatiga muscular. El fin de la historia se acercaba y con ella las narrativas de la superación personal.
1983, Mar del Plata. Alfredo Fascinato, ciclista marplatense de 51 años quiere ir al Ironman de Hawai. La prueba no es muy conocida aún en Argentina y poco y nada se sabe del triatlón en el país, pero la épica de esa prueba imposible lo convoca. Para darse a conocer y juntar fondos para el viaje, Fascinato, junto con Cacho Bernatene, ex nadador de aguas abiertas y entrenador de natación, realizan una especie de puesta en escena solista del Ironman: Alfredo hace el recorrido en solitario de las tres disciplinas y termina la etapa de pedestrismo en la pista de atletismo del Estadio mundialista para recorrer los últimos metros entrando al estadio en el entretiempo de un Boca-River de verano mientras la voz del estadio informaba sobre su futura aventura deportiva. Ante el estupor y la admiración de las hinchadas, su entrenador diría que: “por primera vez la hinchada xeneize y millonaria se pusieron de acuerdo en aplaudir algo en común”. Los aires de conciliación democrática corrían a la par de Fascinato.
Y acá entro yo porque días después, y con el mismo objetivo, Bernatene organiza una versión mini de la prueba, para fomentar la participación y las inscripciones, con 1500 de natación, 5 de ciclismo y 3 de corrida. El podio: Fernando Giaccaglia, mi amigo de toda la vida Atilio Balestra y yo, Pepe Fernández. Fue el primer contacto con el que sería el deporte de mi vida pero tan solo la antesala de lo que vendría el año siguiente: el debut del ya mítico Triatlón del Atlántico en febrero 1984. En diciembre del 83, en los mismos días en los que me recibía de Profesor de Educación Física, me entero de la prueba: 2 km de nado, 80 de bici y 20 a pie. El mar no era un problema porque desde chico entrenaba, en el ciclismo algo de idea tenía por mi papá pero la gran incógnita era el pedestrismo porque nunca había corrido una distancia tan larga. Me dije: si llego de Punta Mogotes hasta mi casa, me anoto. Nunca reparé en que solo había corrido 6 km pero en mi cabeza esa distancia significaba que podía así que me anoté.
La carrera fue todo un éxito. Vinieron incluso atletas extranjeros como el brasilero Marco Ripper que ganó y que ya había salido 15 en Hawai. Más allá del espectáculo que era ver correr a los profesionales, su participación también dejaba a la vista que acá no teníamos ni la más mínima idea de lo que estábamos haciendo: mientras que los experimentados realizaban las transiciones entre disciplinas con la mayor agilidad posible, nosotros, los muchachos marplatenses, salíamos del mar y nos íbamos al vestuario a bañarnos con shampoo y jabón, para luego secarnos y salir a andar en la bici. Con el tiempo no sólo aprenderíamos que un hombre de hierro no tiene tiempo para la prolijidad sino que un Ironman no solo se hace a fuerza de voluntad sino de técnica y entrenamiento inteligente: así conoceríamos algunos años más tarde que existía el Gatorade –Exceed en esa época–, crucial para la nutrición durante la carrera pero sobre todo bastante más práctico que llevar en la bici pechuga de pollo con coca cola, nuestro humilde combustible criollo. Pero como ya eso pertenece a otra etapa, la de nuestro primer viaje a Hawai en 1986, lo dejamos para la próxima entrega.