Tesis sobre un poeta. Recuerdos de un archivo itinerante
Por Agustina Catalano
Entre las muchas cosas que alteró la pandemia en mi vida, una de ellas es el desarrollo de mi investigación sobre el poeta argentino Roberto Santoro (1939-1977). Es un hecho, no una queja. Aunque ahora –sentada todo el día frente a la computadora, tomando Coca Cola para no dormirme, porque no tomo café ni energizantes pero estoy muy cansada– extraño cierta dinámica presencial que había adoptado la tesis.
Resulta que en 2018 me propuse hacer una línea de tiempo que contuviera diferentes hitos de la vida del escritor y una cronología de personas, nombres, lugares. Si Santoro se caracteriza por algo es por haber sido un agitador, un armador de redes afectivas, incansable, alguien demasiado popular, demasiado caradura, diría yo que soy del equipo de los tímidxs y amantes del nunca bien ponderado perfil bajo. El tipo conocía el ambiente cultural y artístico porteño de los años 60 y 70, de pe a pa; a los viejxs ya consagradxs, a los jóvenes desconocidxs y recién llegadxs. Organizaba lecturas en clubes, centros de estudiantes, librerías, cafés, plazas, sociedades de fomento. Editaba libros artesanales. Militaba en cuanto frente gremial y político de izquierda hubiera y si no existía, lo fundaba. Dicen que era carismático, divertido. Que se subía al colectivo a recitar cosas, a contar cuentos. Que tenía tres millones de ideas por segundo. Rafael Vásquez le decía “el motorcito andante”.
Entonces, como parte de la tesis, como parte de la investigación, empecé a buscar a toda esa gente que lo había conocido, con la que había compartido algo, lo que fuese, un encuentro breve, una amistad de décadas, algunas reuniones políticas, la edición de un libro. Y encontré a muchxs y los fui a ver, a varixs de ellxs. A sus casas, a restaurantes o bares, a sus lugares de trabajo. Lxs llamé por teléfono, les mandé mails o mensajes de Whatsapp. Escanee un montón de fotos y papeles. Recibí otro montón como obsequios o préstamos. Conocí facetas de Santoro que ignoraba. Intenté una panorámica que fuese lo más completa posible. Un archivo material y simbólico, pero afectivo sobre todo. Pedacitos, fragmentos, piezas de un rompecabezas itinerante, que existe en las cabezas y cuerpos de gente dispersa, que quizás ni siquiera se conoce o trata entre sí. A veces me reía, a veces me quedaba pensando por días en alguna frase o confesión. Y ahora, sentada frente a la computadora, tomando Coca Cola porque tengo un bebé y necesito aprovechar la noche mientras duerme, para escribir y terminar la tesis y seguir teniendo trabajo, extraño tomar el tren, visitar poetas, desempolvar recuerdos, escuchar historias que bien podrían haber sido las de mis abuelos y abuelas. Pero ellxs no fueron poetas ni escribieron obras de teatro a cuatro manos; no hacían collages, ni se pintaban la cara con carbonilla en un taller de arte, jugando. No marcharon contra Augusto Pinochet, no fueron amenazadxs por la Triple A.
Todavía me lamento no haber conocido a Horacio Salas. Él, que se había peleado con Santoro, que se había distanciado de Barrilete por vaya-unx-a-saber-qué. Una tarde lo llamé por teléfono y hablamos. Quedamos en vernos. Me pidió que lo llamara antes de ir. Una o dos horas antes y él me confirmaba, si estaba bien de salud, yo iba. Pero llamé dos, tres, cuatro veces y él se sentía agotado, dolorido; hasta que se fue definitivamente.
Rafael Vásquez también se fue durante la pandemia. Lo visité varias veces. Me prestó mucho material, escaneó cosas para mí, me esperaba con té y galletitas. La primera vez que fui tenía un papel arriba de la mesa que decía “Agustina – 16 horas”. Carpetas, fotos, afiches, ejemplares de Barrilete: todo apilado y ordenado para mí. Además me hizo una lista de revistas de los años 60, a mano, en un papel grueso y con pluma, como si no existieran internet ni las computadoras.
Me contó una historia de amor. Gracias a Barrilete y a Santoro había conocido a su compañera de toda la vida, con la que tuvo cuatro hijxs. Gracias a un concurso de poesía organizado por la revista. Ella acercó sus manuscritos al domicilio de Rafael, que no estaba en ese momento, pero sí su madre, quien demoró a la chica hasta su llegada. Menos feliz fue la evocación del día en que sonó un teléfono para avisar que a Santoro se lo habían llevado un grupo de hombres de su trabajo en una escuela nocturna. Vi su dolor y era de esos que no se van nunca.
En Castelar visité a Gerardo Berensztein. En julio de 2019 para ser exacta. Hacía demasiado frío. Si no recuerdo mal fui con un tapado rojo y una bufanda pesadísima. Me salía humito por la boca –así decía cuando era chica y fingía que fumaba con un lápiz haciendo de cigarrillo–. Me contó de un taller de teatro que hicieron juntos con Hedy Crilla, una actriz y directora austriaca. Creo que tenían 20 años. En esa época hacían salidas de a cuatro, con dos gemelas o mellizas (nunca entendí bien la diferencia), una de las cuales era Dolores, con quien Santoro se casó y tuvo una hija llamada Paula. Su tarjeta de casamiento es hermosa. Y a mí –hija de padres divorciadxs por partida doble– los casamientos en general no me conmueven para nada.
Me mostró las dedicatorias que tenía hechas por Santoro. Me confesó que cuando publicó Poesía en general, un libro del año 73, contra la policía, contra los militares y la represión, él se agarró la cabeza y temió por Santoro, le parecía poco estratégico, muy jugado. Pero el poeta no se guardaba nada, no podía, eso también era él, alguien que iba al frente a pesar de las represalias. Y eso se trae y no es más heroico que irse o callarse, es como algo que te quema, que tenés que sacarte de encima.
Entre sus anécdotas más divertidas: una, en su casamiento, Santoro vendiendo su libro Literatura de la pelota, por las mesas de invitados, iba, interrumpía, usaba sus muletillas, su sonrisa, se juntaba unos mangos. Según Gerardo vendió más de 50 aquella noche. “Era un personaje, en medio de cualquier reunión sacaba una libretita, empezaba a contar historias, arrancaba el show”, me decía.
Otra, la vida de José Palumba, un hombre al que no le pasaba nada. Lo escribieron juntos, entre risas, para La Cosa.
El segundo número de la revista contenía un texto idéntico pero titulado “Vida de José Palumba hijo”. Nunca salió porque uno de los compañeros con el que editaban, “desapareció con el dinero de la impresión”. ¿Qué habrá sido de ese hombre? Se quedó con los originales. Estaba diagramada, maquetada y todo. Pero se perdió, como tantos otros manuscritos o como todos los garabatos e ideas que Santoro tendría en su cabeza y no pudo realizar, porque en 1977 un grupo de civiles armados lo secuestró para siempre. A veces sueño que se publican libros inéditos y la tesis se amplía cada vez más, interminable, desmesurada, como una bola de nieve que me aplasta mientras yo duermo o amamanto a mi hijx.
A la salida de lo de Gerardo, esperando el tren, anoté en un cuaderno: “¿Habrá andado Santoro por acá en esta misma estación? Seguro”.
También conocí a José Antonio Cedrón. Tomamos varios cafés, fumamos muchos cigarrillos. Yo todavía fumaba. Me parece que fue en otra vida pero no, fue en esta y hace relativamente poco. José me relató sus años en el exilio, en Venezuela, luego en México. Santoro le mandaba cartas con libros de poesía. Le pedía material y le hablaba de lo que pasaba por estos pagos. Él no se quiso ir pese a que se lo ofrecieron. Dicen que su respuesta (y su pregunta) era: “si nos vamos todos, quién se queda para luchar”. Eran los tiempos del FATRAC, del PRT, de Haroldo Conti, Humberto Costantini y Vicente Zito Lema, otro de sus amigos con quien pude charlar una noche a la salida de su clase en la Universidad de Avellaneda.
La lista sigue, por suerte. Repasarla me recuerda lo aburrido que es no interrumpir la escritura con estos encuentros. Porque en ese archivo diseminado, desperdigado por el mundo –Santoro dejó amigxs por todos lados– está su obra, están sus gestos, su recorrido, su singularidad; y nuestra manera de evocar, elegir y mostrar. Y eso también es una tesis, los vestigios de una vida.