Un viaje extraordinario: Sombras rusas, de Liliana Villanueva
Por Ignacio Iriarte
Hace algunos años el antropólogo Mar Augé propuso el concepto de “viaje imposible”. “El viaje imposible –comenta en el libro que lleva ese nombre- es ese viaje que ya nunca haremos más. Ese viaje que habría podido hacernos descubrir nuevos paisajes y nuevos hombres, que habría podido abrirnos el espacio de nuevos encuentros” (15). Frente a las aventuras prometedoras de aquellos viajes, nuestras monótonas vidas de turistas nos llevan a lugares demasiado preparados o inclusive falsos en los que hasta el riesgo está previsto y controlado. ¿Cuándo perdimos la antigua experiencia de los viajes?
Posiblemente cuando el capitalismo se globalizó. Los no-lugares, para tomar un concepto del mismo Augé, pero también la estandarización de los parajes, el control de los contingentes, la posibilidad de ascender a Machu Pichu o hacer el camino del Inca, todo eso que hizo posible que conociéramos el mundo también lo transformó. La película La playa, protagonizada por Leonardo Di Carpio, muestra bien esta situación. Un grupo de jóvenes descubre una playa aparentemente virgen, pero de manera predecible terminan levantando una suerte de Hostel ideal (en ese momento la “cultura Hostel” era todo lo que estaba bien en el planeta, era la quinitaescencia del cosmopolitismo juvenil), de modo que viven su aburrida felicidad mientras fuman marihuana y evitan todo lo que pudiera perturbarlos, hasta tal punto que expulsan a alguien que está a punto de morir. Muestra que los viajes se volvieron imposibles: el paraíso es la perpetua vuelta de lo mismo quintaesenciado. Por eso evitan enfrentarse a lo otro por excelencia, que es la muerte y el dolor.
Si esto es cierto, los viajes también se volvieron imposibles en buena medida cuando se disolvió la URSS. Los países socialistas constituían un lugar enteramente distinto, aun más que China y Japón o que los países árabes, atravesados esos últimos por el orientalismo que describió Edward Said. A diferencia de los enclaves exóticos y los personajes estereotipados que rezan a Alá, la Unión Soviética se levantaba como algo completamente ajeno a los países del otro lado de la cortina de hierro. En 1957, Gabriel García Márquez emprendió un viaje a aquella región para ver qué había detrás de “la cortina de hierro”. El título de una de las crónicas, recopiladas en De viaje por los países socialistas, ilustra bien la extrañeza de ese mundo: “URSS: 22.400.000 kilómetros cuadrados sin un solo aviso de Coca-Cola”.
¿Cómo se desarmó ese lugar? En el hermoso Sombras rusas, editado por Blatt & Ríos, Liliana Villanueva nos ofrece una serie de descripciones en los que podemos buscar algunas respuestas. Diario de viajes, compilación de crónicas, en parte autobiografía y en parte reportaje de la desaparición de la URSS, Villanueva cuenta su vida en Moscú entre 1996 y 2000. Al principio se encuentra en Alemania cuando Jan, su pareja, le comenta que la agencia de noticias en la que trabaja le ha propuesto su traslado a Moscú. Cuando llegan a la capital rusa, la primera impresión es el descubrimiento de algo completamente distinto. Apenas bajan del avión, siente que ha viajado en el tiempo: “Hace menos de una hora llegamos a Moscú y entramos al túnel del tiempo, un tiempo que es anterior al de nuestras propias vidas, porque todo parece pertenecer a otra época, una época de epopeyas comunistas y de movimientos en masa”. A pesar de que la URSS se ha disuelto hace tres años, algo queda de arrastre, una inercia: todavía no hay propagandas y siempre va a estar la sombra del autoritarismo proyectada por los edificios públicos, los soldados en las calles y la memoria de algunas personas.
Pero también descubre que esa épica se disuelve como si se tratara de pintura al agua. La misma noche en que Villanueva cree llegar al pasado de la épica revolucionaria van a un bar que tiene un cartel luminoso cuyas letras rojas (¡rojas!) dicen “AVANTGARD”:
Y yo que pensaba que la vanguardia rusa era otra cosa: pósters revolucionarios, poesía de Maiakovski, moda funcional para trabajadores de cuerpos fuertes, deportivos y sin adornos que dan su vida para el bien de la Patria Obrera, que viven en edificios racionalistas de cocinas comunitarias y que procrean niños sanos para seguir construyendo la comunidad socialista del futuro.
En contraste con esa vida y esa ahora antigua sociedad, puede ver en la mesa de al lado a unos hombres vestidos con trajes Armani. En los puños de los sacos dejan las etiquetas, para que se note que son escandalosamente caros, toman una tras otra botellas de champagne mientras acumulan las vacías en la mesa para que la gente note el gasto (U$S 100 la botella). Se trata de una imagen grotesca y decadente (Villanueva emplea esa palabra), pero tiene ese carácter por la forma apresurada con la que el capitalismo ingresa a Rusia, de golpe, tropezándose, pero decidido a barrer con todo.
En un capítulo escribe sobre la escalera de la Biblioteca de Lenin. Villanueva va a los tropiezos y su concentración y su mirada de arquitecta le permite descubrir por qué: los peldaños tienen una alzada corta, pero son muy profundos, “como para que el pie de un héroe soviético número 56 entre cómodamente en ella”. Hay algo en esas escaleras que es del orden del disciplinamiento soviético: hay que concentrarse al subir, pensar cada paso. También es una muestra de cierto autoritarismo arquitectónico, porque no se deja libertad al peatón para que suba como quiera, se lo obliga a hacerlo de una determinada manera. Por otra parte, es una muestra más del gusto soviético por la arquitectura monumental, que se levanta sobre el individuo y lo reduce a una pieza del sistema. Pero además las escaleras por las que sube Villanueva se cargan de simbología, porque el ascenso es una materialización de la historia tal cual la comprende la revolución comunista. Cada paso y cada persona se articulan y forman un conjunto, ascienden hacia la gran meta histórica que los aguarda arriba. Villanueva va peldaño sobre peldaño y siente la mirada de Lenin: “Vamos, muchacha –parece decirme-. Cuanto más lento vas, más lejos llegarás”. Y Villanueva escribe: “Subo, adoctrinando mis piernas a este nuevo ritmo que me hace sentir parte. Y cuando, al fin, llego a la plataforma de entrada a la biblioteca, veo sobre el edificio un cartel inmenso de propaganda: SAMSUNG, dice en grandes letras azules acompañadas de un texto cirílico en rojo: EL FUTURO A TUS PIES”.
Por un camino tan arduo se llega a lo mismo que se encuentra en cualquier país: un aviso publicitario. El futuro de la revolución ha sido reemplazado por el futuro prometedor de la mercancía. ¿No se lee ahí toda una lección histórica? La arquitectura monumental, el diseño de los peldaños, la marcha de la historia, el disciplinamiento, Stalin y Lenin, la moral revolucionaria, todo eso nos recuerda la gravitación constante de un Otro que regula la vida y despliega un sistema moral y una serie de prescripciones sobre los comportamientos políticos. Se trata de un sistema dominante que ordena a los ciudadanos en una cierta concepción histórica orientada al futuro. En cambio, el aviso de Samsung representa el capitalismo: en lugar de levantar un Otro que regule la vida, el capitalismo les da a los individuos una mercancía, que es en parte satisfacción y en parte postergación, porque los consumidores pedimos siempre más y más, y así nos ordenamos. Frente al Otro (Stalin fue el máximo representante de ese Otro), el objeto metonímico de la mercancía: dos formas de ordenar la sociedad.
Hacia el final del libro, Villanueva hace algunos viajes al campo. A diferencia de la capital, que se despoja con indiferencia del socialismo (la autora repite un dicho moscovita: “Moscú no cree en lágrimas”) la autora descubre allí personas que conservan una memoria histórica nítida. En “La dacha de Galina” una mujer cuenta la historia del campo desde la servidumbre mujik a la revolución, desde la NEP a la colectivización, desde la colectivización a la actualidad (1999-2000). Es una historia que lleva al alcohol y la improductividad. Pero el relato de Galina, compuesto por varias capas temporales, tiene una fortaleza que la ciudad ha perdido, como si en el campo se mantuviera algo legítimo que visitar y una palabra distinta que escuchar.
Lo mismo sucede con un viaje a Siberia, que Villanueva coloca casi al final, en donde visitan un lago:
En ruso el lago se llama Ósiero Baikal, que deriva del tártaro Bai-Kul, ‘lago rico’. La gente lo llama el ‘ojo azul de Siberia’, donde la Tierra ‘mira a Dios directamente a los ojos’. Dios nos mirará directamente a los ojos y cuando todo sea silencio, caminaremos sobre las aguas congeladas y sólo se escuchará el crujido del hielo (256).
Sombras rusas es un libro conmovedor. Lo es por momentos como estos y por la historia secundaria de sus relaciones con Jan, lo es por la búsqueda de un embarazo que se niega a llegar, por la lucha por escribir una tesis y por la forma en la que crecen en el departamento unos jacarandás y unos palos borrachos que ha traído de Argentina. A mi juicio es un libro conmovedor también porque todo esto se articula con la comprobación cotidiana de que el comunismo se va desarmando y con él se va terminando la modernidad.
Desde las primeras páginas hay una nota nostálgica que va acentuándose hacia el final (es algo que en un libro de viajes no puede faltar: el final tiene que ser una despedida). Lo notable es que no logra esto por medio de adjetivaciones, sino a través de las narraciones y las descripciones. En esta del lago Ósiero Baikal no hay una sola mención de la nostalgia, la despedida o la tristeza, ninguno de sus posibles sinónimos hacen su aparición, y sin embargo la imagen logra de una manera potente un sentido que es pérdida y esperanza, compañía y soledad. Todo el libro está capturado por esa misma sensación porque describe el modo en que el capitalismo desplaza sin sentimientos al comunismo (el cartel de Samsung reemplaza la promesa de la revolución) como si Villanueva mirara los signos de un mundo que se deshace cuando las manos se acercan para comprobar su existencia.
¿No es también, entonces, el último adiós a esos viajes reales de los que habla Augé? Me inclino a pensar que sí. Villanueva vive una experiencia nueva, difícil de repetir: vive en un país que era completamente otro mientras se transforma al ritmo pos-identitario del capital.