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Sobre el teatro

Por Alejandro Frenkel

Una vez oí afirmar que para hacer teatro solo era necesario un cuerpo; si bien parecía una verdad de Perogrullo, un guao interior emergió de mi alma. Estoy en condiciones de decir que a más de uno le pasó lo mismo.  Sin embargo, luego tuve una epifanía y pensé en la necesaria pizza post-función y me dije: “No, también hace falta otro cuerpo que pague la entrada para poder solventar dicha pizza. Pero ¡no! no alcanza tampoco, se necesitan varios cuerpos que abonen su entrada para que todo el elenco coma pizza con jamón y aceitunas (sin aceitunas, no es pizza, es otra cosa con el mismo nombre). Estoy en condiciones de afirmar que con cincuenta y cinco cuerpos alcanza para que suceda eso que Dubatti alias “Deus of crítica teatral” llama convivio [1]. Si ese número comienza bajar, y si encima es el segundo verano, la obra inexorablemente se retirará.

 – No señor dueño de sala, para hacer teatro solo hace falta un cuerpo.

 –No pibe, no... –nos alecciona, mientras nos acomoda el pelo aplastado sobre la frente y nos quedamos con la ñata contra el vidrio.  (Por supus, que esto último lo diríamos cualquiera de nosotros si fuéramos responsables de una sala)

Conclusión: hace falta público para hacer teatro. Nos guste o no. Excepto que tengamos un hobbie que consiste en ensayar ocho meses para hacer ocho funciones.

Esto nos lleva a otro asunto. Si bien es importante debatir sobre el teatro que se hace, diría que es casi indispensable poner la pelota bajo el pie, amasarla y pensar también para quién hacemos teatro [2]. Si la ceremonia teatral se construye entre dos partes, ¿por qué la soslayamos? ¿Por qué la descontamos?  ¿Acaso el grosso de Bertoldo [3] Brecht no escribía pensando en Marx en la tercera fila? ¿Pensamos en alguien cuando hacemos teatro?  ¿En quién? ¿Nos condiciona? ¿Nos abre posibilidades? ¿Nos limita? Echando un vistazo a los últimos quince años en el teatro marplatense, se lo podría resumir con el meme que circula donde dos hombres arañas se señalan en un juego infinito de reflejos. A saber: clase media, con simpatías y/o militancias con la izquierda y la centro izquierda, filo peronista, gustosos de ver a la Cumbia Grande (nunca a la cumbia del pueblo), da billetes de veinte pesos a los trapitos y malabaristas, asiste en verano al Unzué y a la Casualidad, amigos de Marita Moyano (¿quién no saluda a Marita Moyano? Es muy copada y canta estupendo), y podría seguir pero ya me está dando fiaca. Por eso, me resulta pueril cuando algún artista declama que le gusta incomodar al espectador. A ver queridx, te quedaste en las vanguardias históricas me parece; hiciste una lectura demasiado lineal de Antonino [4] Artaud. Cuando los vanguardistas [5] producían hechos artísticos eran dirigidos para un público de otra clase social: el burgués aburrido amante del “buen gusto”. El artista buscaba que su arte no quedara reducido a simple objeto de mercancía, de esta manera las obras tenían un subtexto que era: “reaccioná burgués”.  Es más, el artista se sentía especial, era el vate, el visionario, el que con resabios románticos se sentía con un don que la burguesía carecía: era artista. Claro que la mayoría de las obras de aquel período, por suerte quedaron en el olvido por ser simplemente malas. Muy lindos los cadáveres exquisitos, pero la posta, solo salen puras mierdas. Ni hablemos del collage, ¿a quién se le ocurre hacer arte con polenta y yerba? 

 

En fin, dijo Serafín, resulta curioso que un teatrista pretenda incomodar a un par tanto en la clase social como en su consumo cultural. ¿De verdad queremos incomodar?  Recordemos como un mantra: Nos paga la pizza un pibe que va a la Universidad o a la Malharrro, (y que quizás no llegue a comprar el apunte) para ver una obra que reafirmará que está del lado correcto de la vida.  ¿Cuándo sucedió en el teatro marplatense que el público se incomode, abuchee, se retire antes de terminar la función? ¿Cuántas veces nos sucedió de sentirnos, espectadores y actores en la misma trinchera tomándonos de la mano en eso que se llama “resistencia”? Creo que demasiadas. Recuerdo que a la salida de una obra llamada “Maximiliano, diez años después”, escrita por Renzo Casali, un espectador dijo que le gustó la obra ya que hablaba de los problemas de la inseguridad. La obra, claro que no hablaba de eso. Ese fantástico momento sucedió debido a que –como me aclararon luego- el sujeto acompañaba una ideología de centro derecha. Maravilloso.

¿Se imaginan si nuestras obras fueran vistas por clases vulnerables? ¿Qué pasaría?  ¿Les gustaría? ¿Se aburrirían? ¿Nos tirarían lechuga podrida si la tuvieran a mano? No, esto jamás  sucederá [6].  Los teatros están en el centro, y por más que les cedamos lugares gratuitos no vendrían. Hablamos y luchamos por un mundo más justo, un mundo en el cual ellos no están incluidos de varias formas.  ¿El teatro se convirtió en un arte aristocrático? ¿El teatro es como escuchar jazz en Dickens? ¿el teatro es como el lenguaje inclusivo, solo usado por una minoría ilustrada y urbana? En el “variado” abanico de propuestas teatrales de la ciudad, ¿hay lugar para hacer teatro de otra forma, como un espectáculo que pueda disfrutarse en varios planos [7]? ¿Hay lugar para hacer teatro como  evento, como una fiesta, es decir un tiempo donde las diferencias de clases sociales y consumos culturales se disuelvan? ¿Hay teatro en los barrios periféricos? ¿Las clases sociales vulnerables solo tienen que ver teatro con conciencia social que les recuerde su vida injusta? ¿No tienen derecho a entretenerse, a reírse, a distenderse con teatro pasatista? ¿A tener belleza y felicidad? ¿O tienen que laburar quince horas por día y encima luego ver una obra que se los recuerde? ¿Democratizar el teatro no es también bajarse del pedestal ético y estético y cuasi pedagógico en el que nos hemos situado como artistas para mirar frente a frente a nuestro espectador? ¿Democratizar el teatro no será también reconocer que tenemos más dudas que certezas? ¿Democratizar el teatro no será recuperar ese lugar que alguna vez tuvo el arte teatral como lugar de encuentro de una comunidad, donde todos puedan disfrutar y encontrar lo que buscan [8]?

 

¿Cómo hacerlo? ni la más remota idea.

Encima ahora tengo que seguir viendo una serie nueva por Netflix.

Chaucha.

 

 

[1] Esta palabra solo es admisible de escribirse en itálica.

[2] Javier Daulte para una entrevista en Página 12 en el 2007 ilumina al respecto:  La elite o la masa. Yo fui permeable a estas contradicciones, pero esto me lo resolvió un pensador francés, Alain Badiou, que sin hablar de teatro sino de las ideas dice: ‘No es para todos, ni para algunos, es para cualquiera’. El concepto de cualquiera me cambió la cabeza. Me interesa que mi teatro pueda ser para cualquiera, y creo que en mis obras sucede: la gente vuelve y trae a sus mamás”.

[3] Me pintó hacer una traducción castiza. Aún retumba en mi memoria el libro de Carlos Dickens.

[4] Me volví adicto a traducir al castizo los nombres. Me acuerdo de otro genial: Federico Nietzche.

[5] Por supuesto que estoy haciendo un reduccionismo necesario y parcial con el fin de sostener mi posición.

[6] Cable aclarar excepciones: las escuelas periféricas rentan micros para que lleven a sus alumnos a ver teatro al Auditorium.

[7] Se ve viene a la mente la obra “Floresta”, de Guillermo Yanícola. Tremendo hit. Era como el tema La guitarra de Lolo, de Miranda.

[8] Sino terminaremos haciendo ciclos cuyo nombre será “El refugio de la cultura”. ¡Qué nombre más derrotista!

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