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Sebastián Robles: La máquina soviética

Por Ignacio Iriarte

En uno de los capítulos de La máquina soviética, una novela sobre Iósif Stalin que bordea la biografía y el ensayo, Sebastián Robles cuenta un episodio singular. Alertado por la difusión del psicoanálisis entre los círculos intelectuales, el Camarada Supremo decide recabar opiniones entre los profesionales de la salud. Como Trotski valoraba a Freud, las opiniones eran de antemano desfavorables, pero igualmente Stalin convocó al psiquiatra y neurólogo Vladimir Bejterev. Entre los amigos de Bejterev, un catedrático de la Universidad de Petrogrado, la noticia causó preocupación debido a que se trataba de un hombre demasiado frontal para conversar con Stalin. También porque era un bolchevique convencido, cuya profesión lo volvía proclive a comprender las desviaciones de Stalin como resultado de patologías psiquiátricas. Cuando estuvo en su despacho, Bejterev no se amedrentó. Primero le explicó “que la psiquiatría soviética, que contemplaba los fenómenos psicológicos desde el punto de vista materialista, era una disciplina mucho más sólida y sofisticada que las fantasmagorías de Freud, tan de moda en la Europa burguesa”. Por eso desdeñó su influencia y consideró que la moda era sencillamente inocua. Pero, ganado por el amor propio, que en su caso se traduce en la convicción de representar la verdad científica, avanzó luego en una dirección peligrosa: afirmó que, por los gestos que hacía, se revelaba que sufría de dolores de cabeza. Cuando Stalin le preguntó cuál consideraba que era la causa, declaró que padecía paranoia. Stalin, el hombre de acero, lo escuchó impasible mientras el médico le entregaba unos polvos. Cuando se marchó, ordenó matar a Bejterev con uno de los venenos que producía el laboratorio de sustancias tóxicas que manejaba el servicio secreto.

La máquina soviética contiene veintinueve capítulos con una estructura casi unitaria, en los que se leen episodios reales e imaginarios de la vida del líder de la Unión Soviética. Me detuve en este en particular porque muestra la principal potencia del libro de Robles. Nadie se puede asombrar de que Stalin echó mano del crimen, las torturas, las purgas, los juicios sumarios, las incitaciones al suicidio, para forjar el Estado soviético y conducirlo con puño de hierro hasta su muerte. Sebastián Robles profundiza en varios capítulos sobre este tema: ordena la detención de los padres de una joven que nos cae demasiado simpática, empuja al suicidio a su esposa, pide un brindis a los familiares de ella y se asombra por la sequedad con la que es recibido, pues había ordenado los fusilamientos de su suegro y su cuñado. Robles cuenta el mal, se detiene en el crimen, los resortes más allá de la moral que cimentaron el Estado soviético, pero la clave de su texto se encuentra en que narra todo eso desde la fascinación. Si en algo la literatura sobrepasa a la historia es en esa posibilidad de hablar del mal de una manera en la que se puede percibir la atracción que sin embargo produce en quien lo examina.

Ante un personaje como Stalin, esa fascinación permite alcanzar el nudo de las contradicciones que lo atraviesan. En el episodio de Bejterev tenemos toda la trama de racionalidad que sustenta tanto al marxismo como a la construcción de la Unión Soviética. Con una gran agudeza para encarnar la historia en los detalles, Robles lo muestra desde el primer capítulo de su novela. En él cuenta las charlas entre H. G. Welles y Stalin, en las que se ocupan, inevitablemente, del futuro. El autor de La máquina del tiempo (notemos, de paso, la similitud con el título de Robles: máquina del tiempo/máquina soviétiva) piensa el futuro por medio de su obra literaria y su compromiso con el socialismo utópico. Stalin se muestra desdeñoso, señalando que los socialistas utópicos escriben “sus discursos con la mano izquierda, pero los firman con la derecha. Nosotros, los soviéticos, ya sabemos cómo es el futuro”. En Tíflis, cuando Stalin no era Stalin, sino Soso, descubre que se reúnen grupos de lectura marxista en los subsuelos del edificio en donde asiste al seminario religioso. Tras cambiar el seminario por el activismo político, se entretiene mirando por un telescopio: “ya le habían llegado noticias de Alexander Bogdanov y sus teorías acerca de la vida extraterrestre, que Lenin desacreditaba. También conocía las investigaciones de Konstantin Tsiolkovski acerca de los cohetes autopropulsados, que en algún momento le permitirían a los rusos conquistar el espacio”. Cuando se convierte en el Camarada Supremo, hace tiempo está familiarizado con los proyectos de Pavlov: “Los perros de Pavlov funcionaban, en la mente del Camarada Supremo, pero también en la de los jerarcas que le eran fieles, como una imagen del pueblo soviético, que debía ser conducido en dirección al hombre nuevo”. La novela de Robles repone la ciencia desde todos los ángulos: el materialismo científico, la ciencia ficción, la astronomía, el conductismo y la psiquiatría, a la que aborda en el episodio de Bejterev. Desde esa ciencia llega el diagnóstico de Stalin: es un paranoico. ¿No es la paranoia lo que está en el centro de la Unión Soviética y acaso de toda la Guerra Fría, una enfermedad cuya arqueología se remonta al siglo XIX y se expande a partir de las teorías conspirativas, de las que se nutrió Stalin, especialmente en lo que respecta al fantasma de la conspiración de Trotski-Zinóviev, que lo llevó a purgar a toda la generación de 1917?

 

Pero la fascinación con la que Robles escribe sobre Stalin va mucho más allá de una comprobación sobre la paranoia soviética. Porque si por una parte Stalin es un paranoico, por la otra no da un solo paso sin realizar un frío cálculo sobre sus acciones, y eso lo convierten en una de las mentes políticas más brillantes de la historia. Cuando todo el mundo festeja el triunfo de la revolución, Stalin examina el gélido edificio en donde se va a instalar el gobierno y elige su despacho al lado de las oficinas de Lenin, con las que conecta por medio de una puerta interior. Desde ahí va a mediatizarlo, para luego sustituirlo cuando éste muera. Poco después, Lenin llega en el famoso tren blindado alemán: los líderes de la revolución se abalanzan sobre él en avalancha de admiraciones, mientras Stalin se mantiene aparte porque sabe que esas adulaciones no van a ser bien recibidas. El Stalin de Robles es la encarnación de la racionalidad política, lo que se demuestra en su gran innovación dentro del marxismo: la creación de una burocracia agigantada, que se revela una herramienta de gobierno imprescindible. Levantar la Unión Soviética es crear una burocracia, es decir, una racionalidad que se caracteriza por la moderación. Si de un lado la paranoia aparece como la locura de las conspiraciones, del otro esa locura es una de las consecuencias racionales de la revolución. Por eso eliminar a la vieja guardia se convierte en una necesidad de Estado. En la novela de Robles, la paranoia se transforma en el nudo estructural de la racionalidad moderna, de la misma manera que Stalin se convierte en una consecuencia del marxismo y en un espejo de la modernidad.

 

Sebastián Robles narra este tipo de episodios con un estilo impecable. Cuando muere Stalin, las personas salen desconcertadas a la calle. Robles los describe como “un tendal de marionetas sin vida, con los hilos flojos y a punto de derrumbarse”. Quien haya visto la película Funeral de Estado podrá comprobar la exactitud de esa descripción. En las tomas de ese film se ven cientos de miles de rusos y rusas con los rostros duros y colorados. Lucen ropas viejas y miran con triste y opresivo desconcierto el cadáver de Stalin, expuesto en los funerales públicos que se realizan en Moscú. Antes de leer el libro de Robles me habían llamado la atención los hombres vestidos de militar: sus trajes parecen demasiado holgados, como si no estuvieran hechos para cuerpos más voluminosos. Vi eso como signo de las dificultades económicas; después de la novela de Robles no los puedo pensar de otro modo que el que propone su comparación: esas personas son marionetas, con los hilos flojos, a punto de derrumbarse ante ese cadáver en el que una vez vivió el todo-poder.

En Obra de arte total Stalin, Boris Groys sostiene que Stalin no eliminó las vanguardias, como se suele creer, sino que las deglutió para conformar la estética oficial, organizada a través de esa forma dogmatizada de las vanguardias que fue el realismo socialista y los afiches futuristas. Preparó una obra de arte total (el concepto es el que usaba Richard Wagner para referirse a la ópera). La máquina soviética muestra algo parecido: el modo en que Stalin pone en marcha una maquinaria política y cultural que le da nueva forma al conjunto de la sociedad. Cuando la muerte derriba al líder las personas se convierten en marionetas, pero también cuando Stalin se aísla con sus colaboradores más estrechos, la política se convierte en una farsa en la que se mezclan de manera sintomática la razón, la locura, la materialización de la utopía marxista y las perversidades de alguien que se ha colocado por encima de las leyes y la moral, declarando el estado de excepción.

Como dije antes, una novela solo puede contar el estalinismo desde la fascinación. Por eso Sebastián Robles transforma la máquina soviética en una máquina de narrar.

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