Robin Wood y mi educación sentimental.
Por Alejandro Frenkel
Cuando fui al baño del editor de la revista Wormold, manoteé un libro que había ahí y me topé con la novela Limonov, de Emanuelle Carrere. Pocas páginas leí y su dueño me lo recomendó sin reparos. Librazo. Sentí una tremenda sensación de repulsión hacia mi propia aburrida vida: ¡soy un bizcochuelo de vainilla con la parte quemada! En la novela se cuenta la vida del artista Limonov y su trayecto por el siglo XX en la URSS y Nueva York, donde fue ladrón, poeta, gigoló, mayordomo, francontirador, candidato a presidente, presdiario, etc, etc, etc.
La misma sensación tuve al leer sobre la vida de Robin Wood. No puedo ser tan abelpintosdelavida. Sí, su nombre real es Robin Wood. ¿Hay un nombre mejor? ¿Puede haber un seudónimo o nickname o nombre de trapero imberbe que lo supere? ¡Dios! Estaba bendecido, destinado a la aventura. Sus abuelos fueron una pareja de australianos que huyeron hasta la selva paraguaya donde fundaron una comuna socialista de rasgos fabianos (qué significa esto? Ah no sé…me gusta dar la caña, no el pescado) llamada Nueva Australia. Pero los sueños son y en la selva no se hacen realidad. Ruina mal. La madre no pudo mantenerlo y pasó gran parte de su infancia en orfanatos donde solo consiguió terminar la primaria. Fue: (y acá empieza la caterva de sustantivos que definen a los aventureros) lavaplatos, hachero, obrero en fábricas madereras, camionero, autodidacta.
Una máquina de escribir y una abuela que le relataba historias sin saber español hicieron chispa para que se animara a escribir su primer guión de historietas con su amigo Lucho Olivera. ¿Cuál? Nippur de Lagash. Guaita la tosca. La editorial Columba se maravilla y pronto Wood se “adueña” de la mayoría de las historias publicadas. Su firma con seudónimos de todo tipo aparece en Nippur Magnum, El Tony, Dartagnan, Intervalo y Fantasía. Sin embargo, un día el tipo les dice: “Muchachos, me voy de viaje. La aventura y el mundo me llaman” (no sé si dijo esto, pero qué importa) Así que durante décadas manda guiones por correo desde Mongolia, kibutz de Israel, Nápoles, China, Dinamarca, África. Jamás pasa más de seis meses en un lugar. Imagino que era una época hermosa para la aventura. Porque para que esto suceda se debe abandonar la seguridad, el confort, y por sobre todo estar dispuesto a perderse. Condición, que como todos sabemos nos resulta imposible e insoportable hoy en día.
Mi relación con Robin Wood se inició desde la temprana infancia; incluso antes de saber leer, gustaba de imaginar las historias que sus dibujos proveían. No había pruritos en mi casa sobre mi acceso a estas revistas que conseguíamos en un paraíso llamado Revislandia en la avenida Luro. Ni siquiera cuando fui alfabetizado por la señorita Berta. En esa época, la policía de la moral no era el público sino los milicos y la Iglesia. En la editorial Columba, se regían por un código moral estricto: nada de adulterio, desnudos, relaciones homosexuales, críticas políticas, y cuando se relataban batallas siempre los buenos eran los occidentales. Por eso, las creaciones de Wood eran de fórmula con algunos matices, pero siempre giraban en torno a un héroe “clásico”, sin mayores oscuridades, hábil en la armas y de una axiología homérica. Tomando a Eco, quien fue fan-fan de Wood, las historias eran atemporales y sus conflictos giraban en torno a la eterna batalla entre buenos y malos. Estos basaban su maldad en el abuso de poder y la codicia desenfrenada. Ni a Wood ni a las 500.000 personas que por semana compraban la revista les importaba. Era, en las propias palabras del guionista, “la verdadera historieta justicialista: la leían los peones y el medio pelo”.
Esta educación sentimental derivó en que quisiera ser canchero como Denis Martin, tener un parche en el ojo como Nippur (aún hoy deseo tener algún tipo de accidente o batalla donde suceda), cómico como Pepe Sánchez o tener ribetes existencialistas como Gilgamesh; pero, por sobre todo, lo que más quería ser era un renegado y arrogante como Dago. Recuerdo que estas palabras las aprendí con él. Mi madre me explicó el significado y quedé estupefacto. “No es lindo ser arrogante” me aconsejó, “y menos renegado”. Tenía razón. Entonces ¿por qué crear un personaje así? Me enojé con Wood, me enojé con Dago. Dejé de leerlo un tiempo. Pero no podía evitar tentarme con esta historieta con dibujos hiperrealistas de José Luis Salinas. Todavía me produce escalofríos el episodio donde este noble veneciano del siglo XV cae como esclavo en una isla y es usado como anzuelo para conseguir sanguijuelas en una laguna. El rostro inexpresivo, una vida atravesada por la tragedia y la traición, y su cuerpo cubierto por invertebrados sedientos de sangre. Irresistible a los doce años.
En el 2012 vino a Mar del Plata a raíz de una exposición en su honor en el Museo Castagnino. No fui. Ya era Abel Pintos y no me había dado cuenta. En noviembre de 2021 murió a los setenta y siete años. Residía en Paraguay hace más de seis meses. Y era fácil ubicarlo.