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Primer tiempo - Mauricio Macri
 

Por Rocío Fernández

1. Macri y el verosimil

-¡Siga ese auto! – dice Mauricio Macri con vehemencia, transformándose, por un momento, en un personaje digno de una película de detectives. El chofer medio que titubea porque eso lo obliga a meterse en contramano pero se la juega porque la orden ha sido convincente. -¡Siga ese auto! –dice Mauricio Macri cuando escucha sirenas y ruidos y detecta rápidamente que esa es la única manera de salir del tráfico que ha trabado la circulación en la Vía del Corso. ¿A quién persigue Mauricio Macri? -¡Siga ese auto! – dice Mauricio Macri y casi que puedo verlo apoyando una mano sobre el asiento del conductor para adelantar su cuerpo hasta quedar en línea con el hombre y estirar el otro brazo en la dirección correcta. Es tal la nitidez que proporciona esa exclamación que incluso puedo divisar cómo ese movimiento le agranda los ojos que apuntan, fijos, como un pointer de caza. ¿Cómo se coló esta escena trillada de Hollywood en el libro que escribe un expresidente sobre su experiencia de gestión a un año y meses de haber abandonado la Casa Rosada?

Mientras leo el fragmento escribo “jajaja” con lápiz al costado –creo que hasta le sumo un signo de exclamación final (!)- y le pego un post it –gustos que una lectora fan de las chucherías de librería puede darse- para no perder luego la página.  No es la primera vez que me encuentro haciendo algo similar ante el libro: es más, para darle un poco de precisión a la cosa, puedo decir que el episodio “¡Siga ese auto!” está en la página 58 y ya lo he repetido 5 veces. Y de hecho el relato empieza en la página 13 así que, para sumarle datos duros y seriedad a este escrito político, agrego además que hasta acá las memorias presidenciales me han robado una sonrisa cada 9 páginas. Buen promedio de robo, no lo voy a negar. De todas maneras, habría que aclarar, para no traicionar esta confianza momentánea que hemos construido tu y yo, queridx lectxr, que la anotación va variando y adopta distintos tintes de simpatía: del “jajaja” puede pasar a un “ah, re” -sí, fui adolescente en los 2000- de un “JAJAJA” en mayúsculas a un “ah, bueeeeeno”. Pero por fuera de estos detalles lo que verdaderamente importa, lo que quisiera remarcar, es el efecto de lectura: no tanto, aunque también es interesante, porque no es lo que una esperaría que le pase leyendo un libro de este género sino porque abre una diferencia significativa. Veamos un ejemplo:

Una muestra de esta demanda [se refiere al deseo de sus votantes de tener una política más tranquila y más enfocada en solucionar problemas que en buscar culpables] (tema aparte la interpretación que hace el macrismo de sus votantes, pero esto quedará para otra entrada) fue mi primera conversación con la ascensorista del pequeño ascensor presidencial de Casa Rosada. Subíamos con Juliana, el día de la asunción, y le dije a la ascensorista: “Qué calor, ¿no?”. La mujer se puso a llorar instantáneamente. Su gesto me sorprendió y no me animé en ese momento a preguntarle qué le pasaba. Después supe que Cristina Kirchner jamás les dirigía la palabra y que tenían prohibido hablarle a ella.

Después de que te seques las lágrimas por la carcajada y de intentar adivinar cuál de todas las opciones escribí al margen de dicho fragmento (creo que está fácil), podemos intentar reparar en las estrategias que producen la risa: por un lado, está claro que la reacción instantánea de la mujer es increíblemente exagerada y, seamos sincerxs, un tanto incómoda –me imagino el resto del trayecto en el ascensor con la mujer llorando y ellxs dos ahí paraditos todos empilchados, sin decir nada, mirándose de costado. Por el otro, el remate que devela la causa del llanto que, en vez de mixear exageración con incomodidad, crea un coctel de exageración y absurdo. La Reina de Corazones era tan mala tan mala tan mala que además de cortar cabezas había prohibido que cualquier ser sobre la faz de la tierra le dirigiera la palabra. O, en otra versión de la misma narrativa, la bruja malvada o la madrastra mala eran tan tiránicas tan tiránicas tan tiránicas que además de envenenar manzanas y hacer fregar todo el día a la pobre ascensorista le tenían terminantemente vedado el uso del lenguaje.  Eso es desde el principio –página 25, para volver a los datos- Cristina Kirchner en el relato que escriben Mauricio Macri, con Hernán Lombardi y Hernán Iglesias Illa: una señora tan mala tan mala tan mala que termina siendo un personaje digno de un cuento infantil.

Juan José Saer, en su ya clásico y deslumbrante ensayo sobre el concepto de ficción, decía que la pregunta por la verdad no es pertinente en el ámbito de la literatura porque esta no solicita ser creída en tanto que verdad, sino ser creída en tanto que ficción. O dicho de otra manera: “La paradoja propia de la ficción reside en que, si recurre a lo falso, lo hace para aumentar su credibilidad”.  Es decir, no tiene sentido preguntarse si en efecto la ascensorista lloró o no, o si tenía prohibido siquiera mirar a esta especie de Medusa que amenaza con convertir a lxs impertinentes en piedra, sino reflexionar acerca de los sentidos que dicha escena ayuda a tornar más creíbles. El kirchnerismo es el Mal –sí, así de terrorífico, con mayúscula inicial-; y lo es porque Cristina Kirchner es tan burdamente mala como una de esas villanas cliché que en las telenovelas de la tarde que miraba mi abuela empujaban por la escalera a la protagonista amada por el galán para que pierda la memoria.

De aquí dos cosas con las que me gustaría cerrar para atajarme un poco y esbozar, además, una posible vinculación con un hecho relativamente reciente del periodismo argentino. La primera es algo que podríamos preguntarnos junto con Saer que es no sólo para qué se construye esa escena sino para quién es creíble. Ni bien me compré el libro una persona que quiero mucho me pidió que cuando lo terminara de leer se lo prestara: no tengo ninguna duda que esa persona no se va a reír como me reí yo y que incluso lo va a leer como una evidencia más que sostiene la verdad del relato macrista. Y de la misma manera puedo decir que, del otro lado, he relatado el pasaje a personas que tampoco se rieron pero no ya por la misma razón sino por la indignación y la bronca que les producía semejante injuria. La segunda tiene que ver con que la elección de esta escena no es representativa de todo el libro: si bien se podrían sumar un par más de ejemplos que narran la maldad del populismo –que es tan malo que además de hacer llorar a la ascensorista es comparado con el coronavirus- también hay todas esas cosas que uno esperaría encontrar en un escrito político como este, ya sean datos de gestión, evaluaciones sobre lo hecho, explicaciones, incluso alguna que otra autocrítica. No obstante, y aquí radica el quid de la cuestión, queda claro que, mal que le pese al macrismo, que se ha jactado por mucho tiempo de estar libre de relato, hay efectivamente una narrativa que demoniza al kirchnerismo y que, como demuestra la anécdota del primer día de Macri en la Casa Rosada, no está construida en base a datos verificables pero es absolutamente necesaria para sostener y legitimar muchas de las decisiones de gestión –sobre todo aquellas que no fueron bien recibidas por quienes lo apoyaron en 2015 y lo dejaron de hacer cuatro años después.

Todo esto evidencia finalmente que para volver a convencerlos no hace falta solo un proyecto político sino también una ficción. Hace poco, el domingo 25 de abril para ser más precisa, la revista Seúl, dirigida por el mismo Hernán Iglesias Illa que colaboró en la escritura de Primer Tiempo, sacó un número especial sobre la batalla cultural: 74 notas breves o videos que, a grandes rasgos, debaten desde la identidad republicana-liberal si hay que dar la batalla cultural o no y de qué manera. Me sorprendió que, en su gran mayoría, se partía de la base que el kirchnerismo manejaba a la perfección los hilos del relato mientras que, del otro lado, o había que seguir sin tener una construcción de sentido sobre la realidad porque no hay que meterse en la cabeza de la gente para no convertirse en lo mismo que se critica o había que empezar a apropiarse de los signos para, como dice Juan José Sebrelli, hacer un Citizen Kane propio que permita disputarle la realidad al populismo. Es decir, en ambos casos, no había (aún) una narrativa macrista. Como es probable que la gran mayoría haya leído el libro del expresidente, no me queda otra que pensar que, evidentemente,  cuando llegaron a la página 25 no sólo no rieron con la escena de la ascensorista sino que tampoco se dieron cuenta que ya estaban instalados en un régimen particular de verosimilitud. O, quizás quepa pensar, aunque no quisiera ser tan mala, tan mala, tan mala, que alguno se haya adelantado a construir ese verosímil para justificar así el llamado a la batalla.

 

PD: Para que no te quedes con la intriga, te cuento que la escena inicial es del 19 de marzo de 2013, día que se celebró la misa de inauguración del pontificado del papa Francisco.  Macri, por entonces Jefe de Gobierno porteño por segundo período consecutivo, no es invitado a viajar como parte de la delegación argentina –mala, mala, mala- sino que es invitado por el propio Bergoglio. No obstante, sorteado ese problema, surge otro: por un malentendido, su chofer termina pasándolo a buscar tarde por el hotel y quedan atrapados en el tráfico a menos de 10 minutos que empiece la misa. El auto que aparece para convertirlo en un personaje de película y salvarlo del papelón abriéndole el camino es, -oh, casualidad- el de su amigo Sebastián Piñera.

2. Macri y la ilusión de mundo

Página 41, casi llegando al final del segundo capítulo, apenas unos minutos después del llanto de la ascensorista en el primer día de Macri en la Casa Rosada, leo y en mi mente se va armando la siguiente escena al estilo de los videos de @nosoytutanka: I can show you the world/ shining, shimmering, splendid, Macri canta aprovechando todas esas sh que le quedan tan bien a su nasalidad porteña, está en cuclillas y abre el brazo derecho develando como Aladdín todo un mundo nuevo a su acompañante I can open your eyes, take you wonder by wonder la alfombra mágica se eleva dejando ver toda la ciudad, qué digo toda la ciudad, el mundo entero, de repente baja a toda velocidad, hace unas volteretas, pasa por debajo de algún puente, A whole new world, a new fantastic point of view sobre el fondo espectacular de una noche estrellada, Macri entona el clásico de Disney y le ofrece todo ese nuevo mundo a Sergio Massa que abre los ojos bien grandes y despliega esa sonrisa blanquísima de princesa obnubilada de cuento de hadas.  

 

Quizás antes de avanzar corresponda en este momento pedir perdón al lectxr por semejante visión pero a una mente como la mía criada en los 90 no se le puede pedir que lea “Quería mostrarle el mundo a Sergio” y que no surja inmediatamente ese soundtrack de infancia. Les pongo en contexto: a las pocas semanas de asumir como presidente, Macri viaja a Davos e invita a Massa “como representante de una oposición sensata dispuesta a apoyar las medidas centrales de normalización de la economía” para -guarda mis contemporáneos, repriman el soundtrack- “mostrarle el mundo a Sergio y a Sergio frente al mundo para que vieran que había peronistas racionales, democráticos y con visión de largo plazo, tan convencidos como yo de lo que había que hacer”. El fragmento aparece en el apartado del libro que Macri dedica a la conformación del equipo de gobierno evidenciando así que formar un equipo es también construir un rival productivo, es decir, alguien que se pare en la vereda de enfrente pero que al mismo tiempo apoye las medidas centrales que tenía en mente el macrismo y alguien que pueda, a su vez, encarnar el rol del peronismo opositor en esa ficción de gobernabilidad que monta Macri frente al “mundo”. A pesar de la increíble oportunidad que cree estar dándole a Massa al envestirlo en ese rol, -en una cena incluso le dice, en tono paternalista, que está en él ser presidente en algún momento pero que para eso tiene que aprender (de él, por supuesto) a ser confiable-, a pesar de todo eso, el desenlace es a esta altura sabido y desolador porque “lamentablemente, el tiempo demostró que esa caracterización de Massa era más una ilusión mía que una realidad.”


Por fuera del chiste, el episodio permite conectar dos cuestiones sobre las que querría profundizar: el mundo y las ilusiones. Pero para eso hay que avanzar hasta el capítulo 8 del libro que, para deleite de esta escritora, se llama “Un nuevo mundo”. Allí el expresidente abre el capítulo sobre política exterior con lo que él considera que es el hito más simbólico de su gestión: la imagen de los líderes de los países más importantes del mundo en las escalinatas del Teatro Colón el 30 de noviembre de 2018 en el marco del G-20. Sin embargo, antes de explicar la importancia de tal evento, Macri dice que quiere contar cómo fue que llegó hasta ahí y para eso tiene que retroceder en el tiempo, en principio hasta el 2003. En agosto de ese año, Macri es invitado al programa de Mirtha Legrand: está haciendo su primera campaña como candidato a Jefe de Gobierno porteño y la mesa de la diva de los almuerzos le viene como anillo al dedo para exponer sus ideas y proyectos. No obstante, la ilusión se le desvanece rápidamente porque tiene la mala suerte de que a último momento se suma Hugo Chávez como invitado, quien empaña su presencia. Macri señala que el mandatario monopolizó la palabra a lo largo de todo el programa pero a pesar de que casi no pudo meter bocado –apenas esboza decir algo sobre la obsesión que hay en la Argentina con el pasado y sobre la importancia de mirar hacia el futuro– elige fundar con esa escena que lo encuentra sentado frente a Chávez una especie de símbolo de los valores que rigieron su vínculo con el mundo.

 

Más adelante, luego de una breve referencia a su gestión en la Capital Federal y a su deseo de internacionalizar Buenos Aires para conectarla con otras metrópolis, Macri hace referencia al período que se inicia en 2015 para pasar revista de todas las reuniones que mantiene con otros jefes de Estado y para dejar asentado que su mayor diferencia con el kirchnerismo es que él puede hablar con Trump, Obama o Xi Jinping porque no piensa las relaciones internacionales desde lo ideológico. Confiesa a su vez que el secreto de todo está en el trato personal, es decir, en su capacidad como anfitrión de establecer un vínculo informal y amigable por fuera de la arena diplomática tradicional. Así, en su relato el vínculo con el mundo parece ser una cosa tan sencilla y aceitada como juntarse a comer un asado de cordero con Tabaré Vázquez para, con un apretón de manos y en un decir ay, resolver cualquier tipo de problema. Y, de hecho, es también en el contexto de una cena en Los Abrojos, esta vez con Matteo Renzi, el primer ministro italiano, que el presidente decide apostar a la organización del G-20 para darle mayor presencia internacional al país.

 

En efecto, tal evento tuvo una gran relevancia. En una nota publicada en Seúl el 11 de abril del 2021, Norberto Pontiroli, ex coordinador de Asuntos Estratégicos en la Jefatura de Gabinete de Ministros, le pone datos concretos a la cuestión: en ese contexto no sólo se realizaron 17 reuniones bilaterales en las que el país firmó 60 convenios y acuerdos de cooperación, sino que además el gobierno chino y el norteamericano acordaron una tregua en su guerra comercial, elemento decisivo para construir un ambiente de negociación que permitiera llegar a un comunicado de consenso –cosa que no se había podido conseguir en las cumbres del G7 y del Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico, celebradas unas pocas semanas antes. Sin embargo, en su libro, cuando hacia el final del capítulo Macri vuelve sobre esa foto en las escalinatas del Colón con las que había abierto el apartado, no hace referencia a ninguno de esos datos que claramente le podrían servir para dar cuenta de lo que él considera un hito sino que elige detenerse en el show.

 

Así como siempre tuve una mirada muy crítica respecto de nosotros mismos y nuestras dificultades para ver la realidad de frente, soy antes que nada un argentino orgulloso de nuestro país y de nuestra gente. Siempre había querido encontrar algún modo de expresar ese sentimiento de orgullo y pertenencia. La reunión del G-20 me dio esa oportunidad y me hice –no sé cómo- del tiempo necesario para imaginar el espectáculo con el que agasajamos a nuestros invitados en el Teatro Colón. Sé que parece inverosímil, pero allí estuve asistido por Hernán Lombardi y Gabriela Ricardes, dando forma a mi idea: presentar al mundo en 40 minutos la riqueza de nuestra cultura mediante nuestros ritmos y nuestros bailes, junto con los paisajes maravillosos de nuestra tierra. Cuando concluyó y vi a mis colegas levantarse para aplaudir con tantas ganas en medio de la ovación que llenaba el teatro, no pude contener las lágrimas. Había podido expresar algo que tenía en mi interior. Mostrar al mundo entero cómo somos los argentinos y de qué somos capaces. (175)

 

Y así aparece la faceta artística del expresidente, quien imagina y le da forma al espectáculo que, con bailes, ritmos y paisaje típicos, resume y pone en escena la Argentina. Cuando el público aplaude de pie, llora emocionado por la obra que ha creado. El país es en ese instante no solo una ilusión que se presenta frente al mundo sino que además parece salir del interior de Macri, sujeto que resume y encarna la nación –suenan las alarmas del pecado populista-, convirtiéndose así él mismo en una especie de representación. Como en una novela del fin de siglo XIX, Macri va esa noche al Teatro Colón para dar a ver su mejor obra que es, sin lugar a dudas, él mismo. Y en este punto su recorrido parece entonces hacer sentido: no sólo por lo imprescindible que resulta su presencia para que el país genere vínculos con el mundo –recordemos que el secreto es él como anfitrión– sino porque efectivamente el momento que a su criterio lo funda políticamente en 2003 es también una puesta en escena –esta vez televisiva– de su persona.  

 

Ahora bien, para cerrar volvamos brevemente al episodio aladinesco del comienzo: Macri lleva a Sergio Massa a Davos para mostrarle el mundo y para mostrarlo ante el mundo. Al igual que la Argentina ficcional que imagina Macri en el G-20, Massa también será una ilusión que sale de su interior. El gesto repetido de mostrarle al mundo una representación no es tan significativo como el hecho de que ambas ilusiones se van a terminar rompiendo: en el caso de Massa nos lo dice el propio Macri luego de bajarse de la alfombra mágica, en el caso del país habrá que esperar a agosto del 2019 para ver las ruinas de esa nación encarnada en su interior. Pero hay algo más y es que si espejamos la cuestión, si seguimos el afán ficcional de nuestro expresidente, es posible pensar que tal y como si fuera un Calderón de la Barca del siglo XXI, finalmente todas sus creaciones no sean más que representaciones frente a otra ilusión: la ilusión de mundo. 

3. Macri y la retórica

Toda narrativa política articula tres tiempos y el libro de Macri no es una excepción. Primer Tiempo es un relato reivindicativo de los cuatro años de gestión del expresidente, escrito desde un presente que lo encuentra como férreo opositor y que se vislumbra en el libro con las referencias a las dos pandemias –la del coronavirus y la del populismo–, y que se proyecta hacia el futuro con la promesa o el deseo de un segundo tiempo. Pero eso no es todo porque además Primer tiempo puede ser leído como una especie de autobiografía política que en muchos momentos bucea en un pasado anterior al 2015 para dejarnos ver cómo fue que Mauricio Macri se convirtió en Mauricio Macri. De su rol como empresario y presidente de Boca en la década de los ´90 hay pocas alusiones pero se destacan dos escenas: una lo encuentra como encargado de Sevel, la empresa automotriz de su familia, en el contexto del “efecto Tequila”, negociando con la UOM la “primera flexibilización laboral que se logró en la Argentina” (sí, lo dice con orgullo); la otra es la de su secuestro, referencia que aparece dos veces, al principio y al final del libro, como si fuera una especie de paréntesis que atreviesa y contiene toda la escritura.

 

Ya en el nuevo siglo pasamos a su incursión en la política y nos encontramos una omisión llamativa: el 2003. Ese año, Macri se postula a Jefe de Gobierno Porteño con el Frente Compromiso para el Cambio: gana en primera vuelta con el 37% de los votos pero es derrotado en el ballotage por Aníbal Ibarra, quien gestionaba la Capital Federal desde el 2000 y que lo haría hasta su suspensión en 2005 a raíz de la tragedia de Cromañón. Si bien es verdad que a fin de cuentas su debut es una derrota, la razón del borramiento no parece tener que ver con su desempeño electoral, que sin lugar a dudas puede considerarse como altamente positivo, sino quizás con la conformación del frente con el que se lanza en la carrera política. En efecto, en un libro donde se dedica a hablar pestes del peronismo (“esa serpiente que te enrosca”, que inocula la resignación en la sociedad y que se constituye en una máquina de impedir) no queda del todo bien sacar a relucir esas épocas en las que un peronista de renombre como Juan Pablo Schiavi, a quién había conocido durante los ´90 en el entramado empresario-estatal de la recolección de residuos, era jefe de campaña y llegó a ser vicepresidente segundo de su partido.[1] Pero hay algo más que creo influye aún más fuertemente a la hora del recorte y que tiene que ver con la construcción de su imagen como político: si en el spot del 2003 lo vemos sentado de traje y corbata en un escritorio de empresario,[2] ya en el 2005, en las elecciones de medio término que va a ganar como representante de Compromiso para el cambio, partido que encabezaba y que en 2008 pasaría a ser definitivamente Propuesta Republicana, accedemos al Macri que años más tarde se va a convertir en presidente.

Muchas veces se me han ocurrido ideas que no son políticamente correctas. Por ejemplo, en 2005 durante la campaña en la que fui electo diputado nacional, encontramos un bache gigante en Arzobispo Espinosa y Martín Rodríguez, en el barrio de La Boca. Ese bache era un símbolo poderoso de la desidia que había mostrado la gestión de Aníbal Ibarra. Decidí convocar a un grupo de periodistas para mostrarlo. Hasta ahí, todo estaba dentro de lo lógico y esperable dentro de una campaña electoral. Pero de pronto se me ocurrió proponer algo y les dije “Miren el tamaño de este bache. Es tan grande que no creo que alguien pueda saltarlo. Pero yo lo voy a intentar”. A muchos les pareció un disparate que un candidato saltara un bache. A otros, una frivolidad. Pero a mí me pareció una forma original e innovadora de mostrar lo que teníamos que dejar atrás. Muchos en nuestra fuerza me criticaron internamente. Pero Jaime me dijo: “Me encantó eso que hiciste al saltar el bache”. Y la foto del “Salto al bache” se reprodujo al infinito.

Para consolidarse como el político que no viene del mundo de la política no alcanza con ser empresario sino que hay que construir también un estilo nuevo que le saque solemnidad al poder. Una puesta en escena mediática que lo encuentra frente a un problema que podríamos considerar menor pero que hábilmente logra configurar como un elemento de distinción. El bache, como el ángelus novus, encarna lo que hay que dejar atrás y al mismo tiempo proyecta hacia el futuro una forma de la política. En el pasado esa calle poseada que es la política tradicional en ruinas, en el futuro el salto que eleva al macrismo por encima del territorio. En efecto, el episodio fue tan significativo que Macri lo va a reutilizar exitosamente en la campaña del 2007 contra Daniel Filmus y se va a instaurar en su libro como metonimia de toda una serie de decisiones marketineras acertadas que van desde el jugado show del wi wi wi wi rakiu hasta los bailes entre globos amarillos. A su vez, la escena del bache deja ver con claridad el funcionamiento de una narrativa que podríamos resumir en tres pasos: en primer lugar, se construye un símbolo de los males del enemigo (el bache), luego se señala que esa falta es tan grande que nadie podría repararla y, por último, se coloca al macrismo como el único sujeto capaz de encarnar esa tarea aparentemente imposible. Retóricamente impecable, diez años después el bache será por supuesto el kirchnerismo.

 

Ahora bien, qué pasa una vez que se accede al poder, es decir, una vez que la retórica del bache ya no sirve en tanto se disputa la reeleccion desde la gestión. Veámoslo con dos momentos de la campaña por las PASO del 2019 que rescata el propio Macri en su libro: una en el estadio de Ferro, en el cierre de campaña de Horacio Rodríguez Larreta, con el famoso “¡No se inunda más, carajo!”: la otra, en el cierre de María Eugenia Vidal en Vicente López, donde Macri abraza a la candidata y se quiebra. No sólo no hay símbolos ni una construcción retórica capaz de articular demandas e intereses de los votantes sino que lo que se ofrece es, además del cringe que hoy en día haría furor en TikTok, la euforia, lo irrefrenable, la desesperación, las emociones a flor de piel. No hay bache y no hay salto: solo un aburrido caminar sobre el cemento. Habrá que esperar a la derrota del 11 de agosto para ver retornar algo de la capacidad simbólica del macrismo: en efecto, ante la amenaza efectiva del kirchnerismo va a aparecer algo nuevo en la historia política del movimiento que es la apelación a la épica, eso que hasta hacía no mucho era un mal del populismo, y que articula los capítulos finales del libro con la marcha del 24A a la cabeza. Vuelve así entonces a activarse la retórica que lo impusló en el 2005 pero con la diferencia de que esta vez lo que hay que saltar es el propio fracaso: porque ahora finalmente el bache es él mismo.

 

 

[1] https://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-51934-2005-06-04.html

[2] https://www.youtube.com/watch?v=Aa4Rbx7I6NA&ab_channel=DiFilm

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