La razón zombi: Laclau y el renacer de los muertos vivientes.
Por Matias Moscardi
Mientras leía La razón populista, de Ernesto Laclau, sonaban de fondo los disparos a mansalva de Army of the Dead (2021), la última película de zombies dirigida por Zack Snyder. El cine de zombies sintetiza, de manera espectacular, lo que el siglo XIX teorizó acerca de las masas. De acuerdo con el recorrido que hace Laclau –de LeBon y Taine, hasta Tarde y McDougall– las multitudes se describen despectivamente como un inmenso monstruo irracional sediento de sangre y cerebros. A la vez, nada más estúpido que creer en los zombies. Digo: un zombie es, básicamente, una persona. Eso de que los zombies son “no-muertos” es, a todas luces, falso: nada más desesperadamente vivo que un zombie hambriento. No me jodan con la dialéctica. En todo caso, podemos acordar que se trata de otra forma de vida, pero vida al fin.
Cuando vemos a un machote militarizado con una ametralladora disparar contra la horda de zombies, imposible no leer ahí, en términos culturales, pero también políticos y pulsionales, un deseo de matar a todos, una pulsión homicida contra las multitudes. A la vez, en ese deseo se activa esta paradoja: las películas de Zombies pertenecen a la llamada “cultura de masas”. Es como si el público estuviera espejado y refractado en los zombies: los zombies somos nosotros –eso siempre estuvo claro– y a la vez parecería representar algo que todo el mundo quiere cagar a tiros.
Sería interesante leer, desde Laclau, otro libro: Filosofía Zombi (Anagrama, 2011), de Jorge Fernández Gonzalo. Acá, Fernández Gonzalo quiere concebir una filosofía zombi, de autorizar el zombie como concepto, como metáfora desde donde entender el entorno mediatizado que nos rodea. Una filosofía zombie, dice Fernández Gonzalo, acepta el reto de pensar las “malformaciones de lo real”, eso que no llega a ser nominado, una “desmesura irrepresentable”. Zombie es “esa extraña palabra para lo que no tiene nexo, identidad, fisonomía, cuerpo. Pensar el zombi es también pensar lo impensable.” De hecho, en la primera película de de George A. Romero, The Night of the Living Dead (1968) la palabra zombie ni siquiera aparece mencionada: lo que sucede no tiene causa ni se explica en ningún momento del film. Se pierde, incluso, la relación con el rito vudú que aparecía en películas como White Zombie (Victor Halperin, 1932) con Bela Lugosi, o I Walked with a Zombie (Jacques Tourneur, 1943).
Escribe Fernández Gonzalo: “Romero nos presenta el terror de lo indecible, la masa persistente y enloquecida. El zombi no tiene ni razón de ser, ni discurso, ni tan siquiera recibe el privilegio de la denominación.” Un zombie, en definitiva, se parece lo suficiente a eso que Laclau llama “significante vacío”, algo que puede significar potencialmente cualquier cosa y aglutinar de manera equivalente una serie de sentidos diferenciales: representan el horror y el desgaste de las relaciones interpersonales en los momentos de dificultad, “metáfora de alianzas familiares en desintegración como en las modernas familias americanas”, una sociedad en descomposición, el consumismo irreflexivo, el capitalismo salvaje, una humanidad deshumanizada, gente bailando en una rave, el pogo de los recitales, muertos que no han sido correctamente duelados, deudas simbólicas pendientes, cualquiera de nosotros cuando se despierta, personas haciendo fila en un banco, gente comiendo en McDonalds, aglomeración de turistas en la playa y numerosos etcétera. La película Burying the Ex (Joe Dante, 2014) es una alegoría de la separación amorosa en clave zombie: ¡un Ex puede ser también un zombie! Hay hasta versiones de zombies tiernos, como en Mi novio es un zombie (Jonathan Levine, 2013).
La intervención teórica fundamental de Laclau en La razón populista es demostrar que las subjetividades populares tienen su propia racionalidad y no son lo que el siglo XIX pensó que eran. En Army of the dead, la película de Zack Snyder que mencioné al comienzo, sucede exactamente lo mismo: los zombies –como nunca antes en el cine– empiezan a tener comportamientos netamente racionales; se organizan, tienen un líder, custodian un territorio, tienen objetivos y, como cualquiera, quieren sobrevivir a como de lugar. Pero esa racionalidad inusitada anula la excusa que funda la lógica del cine de zombies: el zombie vuelve a ser, por interdicto de la razón, un ser vivo como cualquier otro. El resultado es hobbsiano: el hombre es el lobo del hombre.
En esto no acuerdo con Fernández Gonzalo. El zombie no representa nada, ninguna metáfora: es pura literalidad. Quizás por eso el escenario de la película es significativo: sucede en Las vegas, donde los edificios de casinos colosales parecen ruinas románticas. Todo es un despilfarro de balas, sangre negra, amputaciones, luces brillantes, dinero que vuela por el aire y fichas de póker. ¡Hay hasta un tigre-zombie! Parece un mal chiste autorreferencial: Netflix malgastando el dinero de la humanidad, enrostrándonos su derroche descomunal, cagándose de risa en nuestra cara. Pero tenemos que admitirlo: esa risa es contagiosa.