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​La poesía no es un pronóstico

Por Fernanda Mugica

El último texto que leí de Tamara Kamenszain, hace pocos días, fue “La soltera como madre póstuma”. Una de las cosas que Tamara dice ahí es que no es necesario ser suicida para prepararse para la muerte. Dice que lxs poetas “anticipan su lírica terminal poniéndola a resguardo de un hogar imaginario que los albergará . Habla de Alfonsina: del poema “Voy a dormir”, que acá en Mar del Plata está escrito en una placa dorada en el hotel –ahora alojamiento– desde donde salió esa madrugada para matarse. También cita a Clement Rosset, que dice que “lo que angustia al sujeto, mucho más que su muerte próxima es en primer lugar su no realidad, su no existencia”. En el fondo del mar hay una casa de cristal y ¿el armado de qué ficción mantiene vivas a las líricas terminales?

 

En verdad, ahora que pienso, eso no fue lo último que leí de Tamara. Hoy a la mañana leí de un tirón Chicas en tiempos suspendidos –confié en que alguien me lo regalaría para mi cumpleaños– y creo que es por eso que ahora estoy escribiendo. Cuando en mi mente Alfonsina se acerca infinitamente al mar me digo: qué bueno qué bueno que exista la poesía, qué bueno que exista algo que te corta –cada tanto- la métrica mental –“ese golpe que corta la prosa / en pedacitos”. Y cuando la leía por esos días pensaba: qué bueno que existe Tamara. Y hoy la leo y pienso: qué bueno que Tamara nos haya dejado a nosotras todo esto, para seguir hablando con ella, aunque sea por el ultrateléfono. Si Alfonsina decía “soy yo pero estoy donde no puedo estar, viviendo en una fecha que no se deja precisar, allí donde es imposible vivir”, en el libro de Tamara también hay una fecha. Me gusta pensar que, entre el epígrafe de Didi-Huberman -“estamos ante un tiempo que no es el de las fechas” – y esa fecha tan sí o sí del final, Tamara nos está diciendo: es el tiempo

 

y hay lugar, es un lugar chiquito el de la escritura, pero es una casa donde empezar a decir y a dejar de decir todo lo que sea necesario. En este libro y en todos los otros Tamara escapa al virus de la grandilocuencia, “ese mismo deseo de no ser poderoso” que lee en Cabral de Melo como el preanuncio del fin de un modo de hacer literatura. Basta de vates. Basta de hablar de ellos. Hablemos, sí, de los y las que se preguntan cómo no banalizar lo inesperado, cómo no encerrarlo en una cadena causal que lo vuelve previsible. A ellas y a ellos, gracias. Me encanta que el epígrafe del último apartado de este libro sea de Celeste Diéguez (“vos / dándome cátedra sobre la política nacional / con disimulado aire paternalista / yo / encendiendo un cigarrillo para no encender la molotov que llevo dentro”). Me encanta que Tamara invente una lengua que va de nietxs a abuelxs, que dé los giros más extraordinarios para evitar el miedo, para que lo que empieza como poesía termine como poesía, algo tan increíble cerca de la muerte –algo tan increíble siempre.

 

“Si lo alarmista me deja todavía más asustada / y lo meloso no me tranquiliza / ¿cómo hago para no contagiarme?”. Cómo no contagiarse el miedo, se pregunta Tamara en estos años. Y se hace un test de soledad: “Marília García, joven poetisa brasileña / -una moça, como llaman a las chicas en Brasil- / me remite en su libro al asunto de la soledad en la poesía. / Para hacerlo a su vez alude a un libro / del poeta francés Emmanuel Hocquard / titulado Un test de soledad". Yo también me compré Un test de solitude cuando me enamoré de Marília gracias a Ana Porrúa y a Luciana Di Leone y a Florencia Garramuño. Lo compré en bookdepository y como después encontré el .pdf, lo cancelé. Me devolvieron el dinero y lo enviaron igual. Lo tomaré como un regalo. Dice Marília que Hocquard se aísla para escribir, describe objetivamente las cosas a su alrededor “maneja el mundo con las palabras / maneja las palabras”. A veces va a la panadería y, dice –ahora Tamara–,

 

“como lo que empieza como poesía / puede virar –incluso en soledad– hacia la novela / Hocquard a cierta altura se dirige a Viviane, la panadera / y le hace preguntas. Marília lo cita: / “Viviane, aquí había un canal y hay un tronco / quemado. / Entre los dos, treinta pasos, diez y siete árboles / y ocho estaciones transcurrieron. / ¿Qué operación, matemática o lógica puede / contar, al mismo tiempo, en metros / en árboles y en años? / ¿Se debe por lo menos intentar? / ¿Alguien sensato sumaría pan con / emoción?” Si yo me hiciera ahora un test / no de coronavirus sino de soledad / seguramente me daría negativo. / Resultado: NO ESTÁ SOLA” (77).

 

 

Y así como se me mezclan las citas se me mezclan las voces. Me viene a la mente la grabación de unos versos de Liliana Maresca que pusimos al comienzo de la puesta en voz del Autosacramental del Santo Daime de Néstor Perlongher –otrxs que sí supieron erotizar la fragilidad, como dijo Lau, esa vez. “El amor, lo sagrado, el arte…” No me doy cuenta si es mi voz, la de Ro, la de Flavia, pero se me quedaron grabadas las palabras. Y celebro que no haya quedado ningún registro, quizás ellas recuerden. Y celebro también que algo pueda virar para no volverse viral. Y celebro que Tamara vaya a seguir apareciendo para hacer poesía de las malas novelas, de las novelas malas que por suerte van quedando sin escribir: “El amor, lo sagrado, el arte / no tienen pretensiones / son fugaces / aparecen / donde no se los llama / se diluyen”.

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