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La música antes

Por Rocío Fernández

Cuando era chica, una de las cosas que más me gustaba hacer era encerrarme en la habitación de mi mamá para cantar y escuchar una y otra vez los mismos 5 CDS. Usaba por supuesto algún elemento para simular un micrófono y la cama se convertía en un escenario de estadio: allí se desarrollaban las más variadas coreografías y puestas en escena que se les puedan ocurrir. Mis padres no eran en absoluto grandes consumidores de música: tenían un par de grandes éxitos –Phil Collins, Bee Gees, Celine Dion o Supertramp- pero en realidad lo que más había era mucho pero mucho Luis Miguel. A mi mamá le encantaba. También recuerdo escuchar la radio los sábados que era el día que se limpiaba la casa al ritmo de los 40 principales o el sonido de las mismas 4 o 5 canciones que pasaban entre las 16.50 y la 17.20 cuando con mi papá íbamos a buscar a mi mamá al Banco Provincia sucursal Tribunales. Ahí, en el asiento de atrás de ese Renault 12, con la chomba blanca del colegio todavía puesta y transpirada por el shock hormonal de la pubertad, escuché por primera vez “Pronta entrega” de Virus. Lo recuerdo como si fuera ayer y no hacen falta más que 10 segundos de esa canción para que mi mente se transporte automáticamente a esa tarde de calor, a ese olor a tilo que desprenden los árboles de la cuadra, a esa sensación nueva en el cuerpo.

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Federico Moura fue lo más cerca que yo estuve del rock nacional en mi infancia/adolescencia. A lo sumo sabía que Charly García había sido un músico importante y ahora estaba loco, pero nada más. Por eso, fue todo un impacto cuando en 2010 escuché durante una toma de la Facultad de Humanidades a Luis Alberto Spinetta. Voy a tratar de evocarlo. Aula 61, la misma en la que Mari Álvarez dictaba Literatura Europeas I, en el medio de las bolsas de dormir y los colchones, se forma una ronda alrededor de una guitarra que engalana la primera noche de pernoctada: hay algarabía, entusiasmo, la cosa recién empieza y la gente con tuppers y tazas llenas de guiso en mano, canta una canción atrás de otra. Yo, por mi parte, no conozco ninguna; intento mover la boca para simular que canto y no quedarme afuera, busco desesperada con el oído algún estribillo del que agarrarme para aunque sea cantar un pedacito pero no hay caso. Esta música nueva atenta contra mis deseos de formar parte o, mejor dicho, me muestra que para entrar a este mundo tengo que hacer un esfuerzo: estudiar letras kilométricas, aprender a decir ánima, starosta o estrelicia. Antes que el título de Profesora en Letras, la facultad me enfrentaba con esta otra carrera universitaria: la de los consumos culturales que sí o sí tenés que tener si querés ser una verdadera muchacha de humanidades.

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Yo veía con asombro todo ese bagaje cultural que tenían los demás y no lo podía creer. ¿En qué mundo había vivido que no conocía nada de eso? En seguida, en mi interior, culpé a mis padres por semejante falta: no solo no compartían mi nuevo ideario de izquierda ni mi decisión de ir a tomar la facultad sino que además me habían criado a base de sonidos extranjeros y boleritos tontos que acá no solo no me servían de nada y delataban mi desviacionismo ideológico. Yo podía llegar a absolutamente todas las notas de “My heart will go on”, podía incluso imprimirle dramatismo a la interpretación con mi cara mientras cantaba, pero nada de eso tenía valor entre las barricadas. Ahí reparé en que si quería entrar en esta nueva vida de militancia estudiantil la tenía complicada: el resto de mis compañeros me sacaban una enorme ventaja cultural que, de alguna manera, iba a tener que acortar. Así que me dije a mí misma que fuera como fuera tenía que conquistar esos indómitos terrenos musicales. El plan se reveló rápidamente: casi como si tuviera una mira telescópica, divisé al joven de cara amable y aspecto lánguido que tocaba la guitarra y, para decirlo en términos marxistas, me di cuenta que el camino seguía siendo el mismo que en el siglo XIX, tomar los medios de producción. Antes de que se levantara la toma ya estaba semi de novia y en menos de un mes creo que podía decir sin repetir y sin soplar la letra entera de esa especie de ejercicio vanguardista propio de un taller de poesía berreta que es “Por”.

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De ahí en más, empecé una nueva etapa. Luis Alberto Spinetta fue para mí la banda de sonido de la rebeldía y la proletarización: me fui de la casa en los Troncos en la que vivían mis papás, empecé a trabajar en una depiladora, acrecenté mi participación política, pasé mis días en una piecita tan diminuta que podía cocinar en un anafe sentada desde la cama. Eran épocas felices en las que la pobreza no era más que un estado necesario, un camino hacia la riqueza espiritual. No tenía plata, había abandonado la carrera y después de horas parada revolviendo cera me iba a cantar a la peatonal, pero no importaba porque en ese preciso instante en el que yo entonaba “Durazno sangrando” en la puerta del Banco Provincia de San Martín y Córdoba, la vida tenía sentido. Se podía vivir por fuera del capitalismo, me decía él, y la música era la vía.

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Además del viento y el frío durante las jornadas de música a la gorra, de esa época atesoro una alergia respiratoria crónica que adquirí por dormir sobre un colchón en el piso de una casa comunitaria y llena de humedad en La Perla. Mientras mejor aprendía a proyectar la voz para consagrarme como artista callejera, más se deterioraba mi entrada de aire: como una tuberculosa del siglo XIX, mi cuerpo se debilitaba para que el arte lo conquistara todo. Así, como en una religión, aprender la misa spinetteana fue la posibilidad de una comunidad en base al sacrificio. Una especie de ascetismo moral constante en la que no importaba nada que no fuera la música y la poesía. Vivíamos alegre y utópicamente en una suerte de constante ejercicio espiritual que llenaba de palabras el mundo y arruinaba nuestros cuerpos: cuanto más perdía de aquella vida de prepaga y clase media, más me acercaba a la verdad. De ahí en más siempre me quedó la idea de que la elección de Artaud no era un simple gesto vanguardista sino que podía leerse como una reedición del arte x el arte pero tamizado por el filtro de los ´60: perder todo, espiritualizar la vida despojada, era una vía hacia la forma pura del arte y de la política. El hombre nuevo compensaba la pobreza material con toda esa habladuría elevada.

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Recuerdo muy bien el día en que eso se terminó. Ya había vuelto con el caballo cansado a la casa de mis padres, el chico de la guitarra se había ido a probar suerte a la capital federal, la meca de la música, y yo había retomado la facultad. En una cita, en un chalet por parque luro, un chico me invita a tomar un vino sentados en el sillón. Charlamos y escuchamos música; él me lee por primera vez un poema objetivista. De pronto, en la lista de música que él quizás habrá ideado para el encuentro, empieza a sonar una canción simple y minimalista, dice cosas cotidianas, describe una escena, un paisaje, nada del otro mundo, y yo al fin descubro que cuanto menos lenguaje hay en las canciones, más tiempo puedo usar la boca para besar.

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