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Insumos cubanos

Por Ignacio Iriarte

Después de las protestas del 11 de julio, Cuba volvió a estar en la agenda política y periodística de buena parte de América Latina. En Argentina hubo tres tipos de opiniones: el progresismo de izquierda evitó condenar la represión señalando que las causas del problema se encuentran en el bloqueo, la derecha denunció que se trata de una dictadura y aprovechó la ocasión para advertir a los votantes que el kirchnerismo lleva al país en esa dirección y, de manera menos audible, una izquierda democrática denunció los atropellos del Estado, tratando de desmarcarse de ambas posiciones. En relación con este último sector, hubo un momento que para quienes participaron se reveló molesto, lo que recuerda las dificultades que atraviesa este tipo de opiniones. Tras los sucesos del 11 de julio, la historiadora Sabrina Ajmechet invitó a una serie de intelectuales, entre ellos Claudia Hilb y Hugo Vezzetti, integrantes de LaMesa, para hablar de los derechos humanos en Cuba. Poco después, Ajmechet, que aparte de historiadora es vicepresidenta del Club Político Argentino, oficializó su candidatura a diputada en la lista del PRO, lo que generó justificadas protestas de parte de los invitados a disertar en la medida en que sintieron que sus opiniones fueron usadas para el lanzamiento de una candidatura. Aparte de estas consideraciones, vale agregar que Ajmechet dio el paso a la política partidaria de la mano de Patricia Bullrich, un verdadero camaleón de la Argentina, quien se convirtió en la misma semana en una de las principales sospechosas del presunto contrabando ilegal de armas a Bolivia para apoyar el golpe de estado a Evo Morales. En esta historia, claro está, no se trata de un ingrediente menor.

 

Personalmente, creo que la única posición legítima sobre lo que viene sucediendo en Cuba es la que sostiene la izquierda democrática, es decir, la que trata de desmarcarse de los extremos, pero no es de mis preferencias de lo que quisiera hablar, sino de la forma en la que ingresa la política de la Isla a la Argentina, forma, o más bien formas que están representadas por las tres posiciones que acabo de mencionar. Por un lado está claro que el gobierno cubano ha logrado esquivar el proceso de democratización que comienza a abrirse paso a escala global desde fines de los años ’70. Más allá de lo que haya sucedido en Cuba con el comunismo, se trata de un Estado estructurado alrededor de la existencia de un partido único, algo que representa una situación completamente singular en el Continente. Pero si bien esto es cierto, en los países democráticos Cuba ingresa como un signo democratizado, y con esto quiero decir algo bastante obvio, y es que quien defienda o ataque el gobierno cubano lo hace en el marco de las disputas políticas vernáculas. Para comprobarlo, basta con pensar en el uso que se hace de los símbolos de la revolución cubana, incluso los más directos, como pueden ser las caras de sus líderes. Para los cubanos, Fidel Castro puede representar muchas cosas: para algunos podrá ser el líder de un movimiento de liberación que continúa después de su muerte y para otros un político audaz que tomó un rumbo dictatorial desde el primer momento o bien que torció el camino de la revolución poco después, en 1961 con la declaración socialista o en 1971 con el comienzo de la sovietización. En cualquier caso, se trata de la figura que lideró la creación de un sistema de gobierno con partido único que no contempla la posibilidad de disidencias ni competidores. Cuando se utiliza en Argentina ka figura de Castro la situación cambia, porque si su cara o las frases de sus discursos aparecen en las banderas o en los manifiestos de tal o cual partido o movimiento, es como una apuesta política en el marco de un sistema democrático, porque el verdadero valor de esa imagen se habrá de medir en las adhesiones que pueda concitar en el electorado. Desde luego puede haber posiciones obcecadas, aunque se vuelven minoritarias, lo que explica que Fidel Castro aparezca poco en la simbología de los partidos.

 

En este sentido, Cuba se ha convertido en Argentina en un significante que permite demarcar posiciones en el espectro político, y tal vez sea más que eso, tal vez sea un insumo fundamental. Los populismos de izquierda de América Latina, que dieron las presidencias de la primera década de los años 2000, buscaron referenciarse en la revolución cubana para volver nítida una posición de izquierda y a la vez para materializar una ruptura con la política que Estados Unidos había mantenido hasta entonces para la región, cuyas consecuencias fueron tan lamentables como ruinosas. La última vez que estuvo Fidel Castro en nuestro país fue durante la jura de Néstor Kirchner en 2003, ocasión en la que dio un discurso en la Facultad de Derecho, que escucharon unas cincuenta mil personas de manera presencial y varios miles desde sus casas, dado que fue televisado y se convirtió en una virtual cadena nacional. Por otra parte, aunque fue expulsada de la OEA y no tuvo asiento en la asamblea, Cuba tuvo un rol importante en la preparación de las manifestaciones contra la Cumbre de las Américas de 2005, como se pudo ver en que Silvio Rodríguez cantó en el acto en el que habló Hugo Chávez, el mismo día en que Brasil, Argentina y Venezuela sepultaron el ALCA, que habría tenido consecuencias devastadoras para América Latina. En todo este panorama, la Isla aparece como una referencia para fijar una posición en las democracias locales, no como un modelo a seguir. En 1961, Ernesto Guevara le dijo al embajador norteamericano que la revolución iba a formar un sistema político basado en el partido único. En la época la declaración era un proyecto a futuro que podía tener considerables razones para ser aceptado, y si era discutido, era desde la base de que se trataba de una idea que muchos podían considerar aceptable. Cuando la izquierda argentina o la de cualquier país se referencia en la cubana no convierte algo como eso en el proyecto de futuro que les ofrece a sus votantes, porque la verdad que nadie podría decir “nuestra plataforma consiste en imponer un partido único y eliminar las disidencias”. Como los autos que recorren La Habana o las ruinas en las que se ha convertido buena parte de la ciudad, Cuba se encuentra en un tiempo extraño: para el resto de los países es una forma del pasado, pero al mismo tiempo existe en la actualidad. Si abusamos del concepto de Reinhart Koselleck, la Isla se encuentra en una suerte de pasado-presente, algo que viene desde los años ’60 y no termina de volverse pretérito.

 

También es un insumo para la derecha, porque la verdad que figuras como Mauricio Macri y Patricia Bullrich necesitan imperiosamente a Cuba. Como ha demostrado Carl Schmitt, en política señalar al adversario es fundamental porque permite construir la propia subjetividad, algo a lo que se refiere en Ex captivitate salus: “No hables ligeramente del enemigo. Uno se clasifica por sus enemigos. Te pones en cierta categoría por lo que reconoces como enemistad”. Desde esa perspectiva, Cuba es redituable para la derecha argentina en varios niveles. En primer lugar, los dirigentes y comunicadores de ese sector construyen la idea de que la izquierda mantiene un corazón autoritario y que el propósito inconfesado que los moviliza es la instauración de una dictadura. En la misma línea, momentos como las protestas del 11 de julio se vuelven propicios para mostrar las contradicciones del adversario: a causa de su compromiso con Cuba, la izquierda no puede ni siquiera criticar atropellos groseros como el arresto de un poeta a causa de un posteo de Facebook. En segundo lugar, al arrojarle el sistema cubano a la izquierda la derecha vernácula se arropa con los valores de la democracia y el republicanismo, valores que les son muy ajenos si uno toma en cuenta tanto la historia de esa posición en Argentina como el gobierno de Mauricio Macri. En tercer lugar, por intermedio de Cuba logra articular a actores heteorgéneos, o por lo menos acercarlos al sector en el que se encuentran, lo que después puede generar repudios, aclaraciones y malos entendidos.

 

Si lo que digo es cierto, Cuba funciona como un polarizador. Podemos explicarnos esto por dos razones. La primera es que vuelve visibles redes latinoamericanas e internacionales. No hay pronunciamiento sobre Cuba que no sea una definición del país sobre la política internacional. La segunda es que le inyecta al debate público los resabios de la guerra fría, recordándoles a los sistemas políticos locales y las redes políticas internacionales los pasados que las preceden. Esas dos condiciones, que revelan la fortaleza que todavía tiene el discurso de la guerra fría, sugieren las dificultades para establecer una tercera vía. En un universo tan polarizado, las redes políticas e intelectuales se organizan a partir de posiciones firmes que tienden a la síntesis y la simplificación. Los individuos podemos creer que estamos en condiciones de superar esas redes, pero esa es una creencia poco realista, debido a que los actores que más potencia y capacidad de influencia tienen son aquellos que sintetizan las posiciones y simplifican los argumentos, lo que en este caso significa que son aquellos que logran establecer una oposición amigo/enemigo nítida y sin fisuras. A esas posiciones les alcanza una frase o un puñado de palabras, mientras que una mirada más ajustada a los hechos, que condene desde la izquierda los atropellos del sistema político autoritario cubano necesita algo más que un eslogan.

 

Evité hablar directamente de Cuba, pero es posible que el congelamiento que afecta al país también se explique por este sistema de discursos demasiado fuerte, ante el cual es tan difícil interponer una crítica por fuera de las subjetividades que ese sistema prefigura. En Cubantropía, Iván de la Nuez sostiene que las izquierdas de todo el continente utilizan a Cuba para dirimir sus ideologías al interior de sus respectivos países. Podríamos agregar que las derechas también lo hacen, como muestra el mismo autor cuando habla del negocio que significa para el exilio tradicional de Miami, lo mismo que para los republicanos y el Tea Party, la sobrevivencia del sistema político creado por Fidel Castro.

 

En La fiesta vigilada, Ponte describe las ruinas de La Habana y retoma una idea de Jean Cocteau: una ruina es un accidente en cámara lenta. Siguiendo la sugerencia que propone en ese libro, podemos decir que mientras el resto de los países se reconvirtió en términos democráticos, Cuba está abismándose en un pasado que no termina de convertirse en tal. Es el colapso en cámara lenta de la modernidad. Si sucede algo así, es en parte porque Cuba se ha convertido en un insumo para las democracias del resto de los países y un catalizador de las redes internacionales. ¿Como se sale de esa situación? Difícil decirlo, pero es posible que el camino se encuentre profundizando sobre el tema para superar las simplificaciones.

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