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Horacio González y la república plebeya

Por Manucho

1. Participé de los afectuosos recordatorios que en redes sociales se hicieron de Horacio González. Lo hice a título personal y me motivó esencialmente la breve experiencia que tuve con él: fui irregularmente su alumno en la Universidad de Rosario. Sus clases eran magnificas, su mayéutica inolvidable y su humildad casi humillante. Era un gran tipo, que hablaba de las cosas que amaba compartiendo y despertando el mismo amor en un grupo de veinteañeros. Participé de esos recordatorios,  sin ignorar que este exhibicionismo de las propias emociones tan en boga encierra un narcisismo poco o mal digerido. Pero bueno, me dejé llevar con la ola.

 

2. En ese contexto leí cosas muy lindas que se escribieron sobre él, esperando algunos textos más que otros. La nota de Beatriz Sarlo tenía que ser monumental y a mi juicio no lo fue: esperaba la versión intelectual  de la despedida de Balbín a Perón; quería que la patria encarnara en su versión libresca; quería que la republica de las letras redimiera a la república real. Esta evocación me hizo pensar que cuando la derecha política deje de usurpar la legitimidad republicana, Horacio se redimensionará como pensador del dialogo, buscador de lo propio en lo ajeno y superador de dicotomías. Lamentablemente hoy la palabra “republica” se escucha en los Longobardis y las Carrios de este mundo y se mira eso con asentimientos legitimadores y adustos. Horacio, cuando hablaba y convocaba a los otros a que tomasen la palabra, lo hacía esperando el disenso, casi como una bienvenida. La tradición política verdaderamente republicana, la que ve el conflicto como vivificador, la que entiende que lo distinto no se clausura, era predicada y ejemplificada en su práctica docente y en sus intervenciones públicas: la republica plebeya.

 

3. Estas reflexiones pretensiosas me hicieron pensar en que la republica plebeya lleva ínsita a la republica también plebeya de las letras. Pensé eso en medio del duelo generalizado por  un intelectual, alguien que válidamente concentra la atención a través del discurso público. Me sentí levemente anacrónico.

 

4. Lo primero que me pregunté es qué razones tenia para esa incomodidad. ¿Los intelectuales son cosa de pasado? ¿Son una figura regresiva? ¿El saber se atomizó fruto de una especialización que no puede detenerse? ¿Los papers se han acumulado y ya no podemos arrojar ironías sobre ellos? ¿Los papers perfilan un especialismo que hoy encuentra su justificación en un saber social crítico y practico? Puede ser, me dije, pero después me consolé pensando en que Horacio participaba de esta “desacralización”. Los que asistimos a sus clases sabemos que comenzó imaginando, impulsado por Gramsci, al movimiento nacional-popular como una encarnación de múltiples voces sin legitimidades autoritarias. Lo que debíamos heredar de sus clases era una visión popular y democrática del saber disperso del mundo social. Se podrá discutir si hoy asistimos (o estamos en condiciones de asistir) a ese último gesto inmanente, esa última secularización.

 

5. Lo último que pensé es pesadillesco: una alianza entre influencers y científicos sociales encara una guerra de guerrillas sobre el campo de los debates socioculturales. En ese mundo imaginado, esa alianza atacaría desde la izquierda a los intelectuales clásicos como el propio González, quienes no podrían contra una fuerza semejante. Contra esos monopolizadores del saber, volverían las metáforas y las referencias que ellos mismos usaron: la toma de la bastilla, la comuna de Paris, el Palacio de invierno, el Cordobazo y Sierra Maestra. Se instauraría así una democracia directa, antimonopólica aún contra esas grandes figuras. Al pie de cada uno de sus posts se leería: “a Horacio González (echando una mirada sin embargo sombría) le gusta esto”. O tal vez no. En los apuntes de una de sus clases hace veinte años anoté: cualquiera piensa lo que piensa, difícil es pensar lo que no se piensa.

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