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Breve historia de los signos. Homenaje a Roman Jakobson

Por Ignacio Iriarte

Gran parte de lo que sabemos sobre el lenguaje y los signos se lo debemos a los críticos y lingüistas rusos que comenzaron a escribir a principios del siglo XX. Entre ellos se destaca Roman Jakobson, a quien deseo rendir un humilde homenaje.

 
Jakobson nació en Moscú en 1896. Aprendió a leer y escribir a los cuatro años y hacia los siete u ocho hablaba francés y alemán. Al morir llegó a dominar las lenguas romances, eslavas y germánicas. En 1915 participó de la fundación del Círculo Lingüístico de Moscú, que sesionaba en el departamento situado encima del que ocupaba el poeta Vladimir Maiakovski. Allí absorbieron la escuela lingüística rusa liderada por el príncipe Nicolás Trubetzkoi y fueron iniciados en la lingüística saussureana gracias a la enseñanza de Serguei Karcevski, que había sido alumno del ginebrino. Poco antes de la revolución, Jakobson creó la OPOIAZ, sociedad destinada al estudio de la poesía, en donde floreció el formalismo ruso, reuniendo a figuras como Boris Eikhenbaum, Víctor Schklovski, Boris Pasternak, Ossip Mandelstam y Maiakovski.


El triunfo de la revolución bifurcó los caminos de los formalistas. Maiakovski, Brik, Mandelstam y Pasternak se quedaron; Jakobson emigró a Praga. Allí leyó por primera vez el Curso de lingüística general. En su biografía de Jacques Lacan, Elizabeth Roudinesco subraya la impresión que le causó “la importancia que concedía Saussure a la cuestión de las oposiciones. Como los pintores cubistas, Picasso y Braque, ponía el acento no en las cosas mismas, sino en las relaciones entre las cosas”. En Viena se reencontró con Trubetzkoi, con quien fundó el Círculo Lingüístico de Praga, desde done empiezan a utilizar el concepto de “lingüística estructural y funcional”. En 1939 huyó del nazismo (Jakobson era judío) hacia Copenaghe y en 1941 emigró a Estados Unidos.


Alguna vez habría que hacer un libro sobre la importancia de los emigrados en la producción de las ideas sobre el lenguaje. En todo caso, el exilio de Jakobson sugiere una sutil relación entre el estudio del lenguaje y la huida del totalitarismo. En su delicioso libro de entrevistas De cerca y de lejos, Claude Levi-Strauss cuenta que conoció a Jakobson en Nueva York en los años ’40. Preguntado sobre la importancia de esa relación, Lévi-Strauss afirma lo siguiente: “Jakobson me reveló la existencia de un cuerpo de doctrina ya constituido en una disciplina, la lingüística, que yo no había practicado nunca”. Como muchos rusos, Roman era un buen bebedor y le gustaba las noches, mientras que Claude era abstemio y se levantaba temprano. A pesar de todo, forjaron “una amistad sin quiebra, una amistad de cuarenta años. Un vínculo que nunca se ha aflojado y, por mi parte, una admiración que no cesó nunca”.
En Estados Unidos, esa amistad entre Jakobson y Levi-Strauss produce un vuelco en la etnología; lo mismo sucede cuando el ruso se detiene en el psicoanálisis. En 1956, en un libro que saca en colaboración con Morris Halle, Jakobson publica un ensayo famoso: "Dos aspectos del lenguaje y dos tipos de trastornos afásicos". En ese trabajo estudia una serie de casos de afasia y por ese medio comprueba empíricamente la existencia del paradigma y el sintagma, estableciendo además una base rigurosa para comprender los procesos de la metáfora y la metonimia. No contento con eso, al final sugiere que la metáfora y la metonimia podrían utilizarse para comprender las operaciones de los sueños que describe Sigmund Freud. 


En París, Lévi-Strauss contacta a Jakobson con Jacques Lacan. En De cerca y de lejos dice que “Lacan quedó inmediatamente conquistado, y también su mujer, Sylvia. Tenían unos apartamentos medianeros de la calle de Lille y aceptaron mi sugerencia de alojar a Jakobson cuando venía a Paris. Durante varios años Jakobson tuvo de este modo ‘su cuarto’ en casa de Sylvia Lacan”. El impacto que Jakobson produjo en la teoría de Lacan es célebre. Se lo puede reconocer en el seminario Las psicosis, dictado entre 1955 y 1956, en el que presenta dos clases sobre la metáfora y la metonimia: en ellas hace explícitas sus deudas con la teoría de las afasias diciendo que “se le ocurrió a un lingüista amigo mío –estoy hablando de Roman Jakobson”.


Jakobson conecta dos mundos, pero al mismo tiempo los opone. De un lado se encuentra la Unión Soviética, que no es para nada ajena al despliegue semiológico de la realidad. Durante mucho tiempo se repitió que Stalin había eliminado las vanguardias y los desarrollos científicos sobre el lenguaje. Boris Groys demostró que había que pensar todo lo contrario: Stalin absorbió todos esos hallazgos y los dogmatizó por medio de una estética oficial que penetró hasta el último rincón de la sociedad por medio de la música, los afiches futuristas y el realismo socialista, que es una forma ortodoxa y rígida de la vanguardia. Pero en la URSS los signos proliferan subordinados siempre por un poder que controla con severidad la producción, la circulación y el significado que tienen. Lo mismo vale para los conservadurismos de los años de la Guerra Fría, desde la mirada paranoica de Joseph McCarthy a las derechas latinoamericanas, tan proclives a la censura y la persecución no solo de comunistas, sino de actividades artísticas de todo tipo. 


Pero a la vez Jakobson, Lévi-Strauss y Lacan son síntomas de la potencia disruptiva y no regulada que adquieren los signos a mediados del siglo pasado. Son los mejores intérpretes de unos años en los que comienza la explosión semiótica que explica nuestra actualidad. En los años ’50 se produce la revolución de la lingüística, de la etnología, pero también hay que decir Alain Robbe-Grillet presenta sus ideas sobre el nouveau roman, Roland Barthes publica Mitologías, en Estados Unidos Andy Warhol empieza a trabajar en publicidad, Roy Lichtenstein experimenta con imágenes tomadas de los comics y salen Los cuatrocientos golpes de Trauffaut y Sin aliento de Godard. Todo parece transformarse en el objeto de estudio de la semiología, porque los signos convierten el mundo en un escenario de mediaciones imaginarias y simbólicas. 


La tensión entre el poder de control y la potencia liberadora de los signos puede comprenderse como parte central de la historia del siglo XX. Al respecto, quisiera comentar una anécdota que narra Elizabeth Roudinesco en su biografía de Lacan. En 1962, esa verdadera celebridad del psicoanálisis se empecinó en viajar a la URSS. No quería ir de turista: quería viajar como invitado, pasar unos meses allá, introducir su revolución en la revolución. Al parecer había varios motivos que lo alentaban. Uno era que en Estados Unidos tenía las puertas cerradas debido a que desde el principio de su enseñanza se había burlado con acidez del psicoanálisis que se practicaba en ese país. En un mundo bipolar, la forma de darle potencia imperial a su palabra era, pues, instalarse en Moscú. Por otra parte, desde la muerte de Stalin sonaban vientos de cambio: con Nikita Jrushchov se había iniciado un proceso de revisión de las condenas al freudismo y se estaba quebrando el consenso en torno del conductismo de Pavlov. Pero al parecer lo que más lo convocaba era la hazaña que había cumplido Yuri Gagarin de ser el primer ser humano en viajar al espacio exterior. En una carta a Hélène Gratiot-Alphandéry, afiliada del Partido Comunista, le explica que “ahora que el hombre va al espacio, habrá allá una nueva psicología”. 


Por intermedio de Hélène arregló una cena a la que asisten Sylvia, Alexis Leontiev, que era vicepresidente de la Academia de Ciencias Pedagógicas y jefe del departamento de psicología de la universidad de Moscú, y René Zazzo, que oficiaría de traductor. Para abrir la conversación, “Zazzo habló del vuelo de Gagarin en el espacio y de las investigaciones soviéticas sobre la ‘picofisiología de los cosmonautas’”. De una manera del todo sorpresiva, Lacan sostuvo “con tono perentorio: ‘No hay cosmonauta’. Persuadido de que su interlocutor había querido atacar a la Unión Soviética negando la existencia del primer vuelo del hombre en el espacio, Leontiev respondió con indignación y se puso a aportar las pruebas de la realidad del acontecimiento. A lo cual Lacan replicó, sin sombra de vacilación: ‘No hay cosmonauta simplemente porque no hay cosmos. El cosmos es una visión del espíritu’”.


Para Roudinesco, la discusión se produjo porque Lacan utilizó en estricto sentido la palabra cosmos. Etimológicamente, cosmos está asociado a mundo, universo, orden, perfección y belleza (de ahí la palabra “cosmética”) y se opone evidentemente al caos. Como discípulo de Alexandre Koyré, Lacan no podía aceptar que alguien utilizara una palabra como esa, sencillamente porque había sido desterrada del pensamiento científico desde la época de Galileo. Por este motivo, Roudinesco agrega que se trató de una torpeza de Lacan, porque a pesar de todo, la discusión no tenía ninguna importancia. Por un capricho intelectual tan nimio como ese,  Moscú nunca mandó la invitación, frustrando así su proyecto de darle a su palabra el altavoz imperial de la URSS. 


Acepto que se trata de una discusión menor, ¿pero es solamente un capricho? En este desacuerdo en torno de la palabra cosmos se puede leer una diferencia tajante entre un sistema como el soviético, que busca controlar todos los signos, estableciendo un “cosmos cultural”, y un pensamiento como el de Lacan, que impulsa una desarticulación del cosmos al comprenderlo como un sistema fracturado y sin un significado ulterior que le dé orden y belleza. En este sentido, podemos comprender el diferendo como un anticipo de que la obra de Lacan no podría interactuar con el mundo soviético. 


En la salida de Jakobson de la URSS y en esta anécdota de Lacan se puede comprender parte de la historia del siglo XX: la que se enfoca en la disputa entre una defensa del cosmos (el cosmos nacional, el cosmos racial, el cosmos de que los argentinos somos derechos y humanos) y una aceleración de los signos y del pensamiento sobre los signos que no hacen otra cosa que despedazar aquella unidad. 


Hoy en día, a un siglo de que Jakobson iniciara esta aventura, podríamos preguntarnos en qué situación nos encontramos. Los signos están por doquier, vivimos inmersos en ellos, no tenemos ningún contacto inmediato con la naturaleza, ni sabemos ya qué es. Al echar una mirada atrás ni siquiera reconocemos una edad dorada en la que el ser humano se relacionara abiertamente con el mundo. Para nosotros no existe tal cosa en la medida en que nuestro ecosistema es una semioesfera. ¿Qué son esos signos? ¿Se han convertido en una nueva forma social, habida cuenta de que los controlan un puñado de megaempresas de Internet? ¿O son a la vez un territorio de libertad nueva, en el que nos movemos y nos transformamos? Nadie lo sabe con certeza. Acelerados por las computadoras, posiblemente los signos nos desbordan y carecemos del tiempo y la inteligencia para entender a dónde nos conducen y qué es lo que hacen de nosotros.

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