Henry Miller y las lecturas de inodoro
Por Matias Moscardi
Una consigna de la revista Wormold me cautivó de entrada: “queremos textos para leer en el baño”. Me pareció hermoso. En principio, porque ya lo dijo Freud: el arte empieza por el culo. Cagar es algo de lo que no se suele hablar mucho en la literatura: casi no hay pedos en la poesía. Uno lo encontró, contra todos los pronósticos, Bioy Casares. Leemos en un pasaje del kilométrico Borges, correspondiente al 6 de noviembre de 1960:
Octavio Paz envió a “Sur” un poema de amor, con el verso
tus pedos estallan y se disipan.
Borges: “Se verá a sí mismo como un conquistador de nuevas regiones para la poesía... Qué regiones”. Bioy: “Menos mal que se disipan”.
Borges: “Si no, serían esos pedos sin ruido y sin olor, de que hablan los chicos; la idea abstracta... Mejores son los versos de Quevedo
La voz del culo que se llama pedo
La escena mueve a la carcajada por una sencilla razón: la palabra “pedo” no podría aparecer en la obra de Borges. Umberto Eco decía que una poética es un sistema de prohibiciones. La poética de Borges prohíbe la palabra “pedo”. Pero acá Borges dice “pedo” y el efecto es inmediatamente graciosísimo y hasta difícil de imaginar. Hay otro momento genial: “Oyendo una motocicleta que partía, [Borges] comenta: «Qué raro. Sin duda la frase ‘Salió a los pedos’ es anterior a las motocicletas; sin embargo parece inventada para ellas: es un caso de futurismo idiomático»”.
¿Alguien habrá leído Borges en el baño? Henry Miller se pregunta este tipo de cosas en su más que recomendable ensayo Leer en el retrete. Qué fea palabra “retrete”. Habría que retraducir: Leer en el inodoro; o Leer en el baño. Escribe Miller: “Creo que cada cual tiene su tipo de lectura preferida para la intimidad del excusado. Algunos navegan por largas novelas; otros, en cambio, solo leen la hojarasca más superficial. Algunos, no cabe la menor duda, simplemente vuelven las páginas y sueñan. ¿Cómo son los sueños que sueñan? Nos preguntamos: ¿de qué se tiñen sus sueños?”.
En este hermoso libro, Miller nos interpela: ¿qué leen ustedes en el baño? ¿Se escapan a leer? ¿Se retiran? ¿Se refugian? ¿Se distraen con el celular, con algún libro? ¿Con cuáles? ¿Con cuántos? ¿Qué es exactamente hacer caca? ¿Podríamos pensar en hacer caca sin pensar en esa otra práctica simultánea que es la lectura? Yo, por ejemplo, no podría hacer nada si no leo. Me ha pasado de ir al baño y terminar leyendo la etiqueta de algún desodorante de ambientes. Algo tengo que leer, sea lo que sea. Creo que esto les pasa a muchas personas. Bueno, a esas personas les hablo: cagar y leer, en nuestro, es una misma y sola actividad indiscernible.
Imagino una razón para esto: si algo sale del cuerpo, la lectura funcionaría como movimiento simbólico compensatorio ante esa pérdida real. Básicamente: mantener la homeostasis a raya. A los niños les da pena tirar su caca: se despiden de ella como si fuera un amigo querido que acaba de morir o que se muda para siempre a otro país. ¡Chau, caca! ¡Adiós caquita de mi corazón! La escena es conmovedora, tierna, sobre todo porque hay algo de verdad ahí: la caca es la propiedad que desechamos para existir, lo que perdemos para vivir, lo que despedimos para ser. La lectura viene a suturar ese duelo imposible –un duelo induelable– que efectuamos todos los días cuando vamos al baño. De hecho, si lo pensamos bien, es bastante literal: leemos oraciones. Leer tiene, en el baño, un carácter oratorio por la caca perdida: velamos al muerto que llevamos en nosotros y expulsamos de nosotros. Esas oraciones que oramos para adentro en el baño son nuestra despedida infantil transformada en un sofisticado signo de cultura.
Charles Sale fue un actor de Hollywood que a comienzos del siglo XX se hizo famoso por escribir El especialista (1929), un libro que trata sobre un carpintero llamado Lem Putt, experto en la forma más primitiva de la ingeniería sanitaria: los baños exteriores. Esta novelita brevísima vendió más de 3 millones de copias y se transformó en un best seller instantáneo. Yo tengo una edición hermosa de 1983, que compré en una santería por 50 pesos, de la editorial Pomaire, con unos grabados de William Kermode. El relato empieza de manera magistral: “Seguramente usted ha oído hablar mucho acerca de que esta es la era de la especialización. Yo, de oficio, soy carpintero. Hubo un tiempo en que podía construir una casa, un granero, una iglesia o un gallinero. Pero me di cuenta de que en mi carrera uno necesitaba especializarse, y me puse a pensar. Hasta que lo encontré, y lo estudié a fondo. Señores, se hallan ustedes ante el campeón de los constructores de retretes del condado de Sangamon.”
Uno podría pensar que El especialista, como sátira de la especialización, es nuestro destino como sociedad: solo sabemos de baños. Toda especialización es un inodoro simbólico. Pero hay más: el texto de Sale es genial porque narra, sin más, cómo Lem Putt construye baños hermosos, qué maderas usa, cómo piensa su posición en el terreno, la forma en que incide la luz, la ventilación y todos los detalles imaginables. El especialista es casi un manual de arquitectura moderna sobre el Gran Trono de la cultura: el inodoro. Y recuerden que cuando digo “inodoro” digo: la lectura.
Por eso la revista Wormold dio en el clavo con la consigna de buscar textos para leer en el baño. Sobre todo porque, como recuerda Miller: “mejor sería no meditar sobre literatura en absoluto sino simplemente mantener la mente tan abierta como el intestino.”