Facundo Manes, neurocandidato
Por Ignacio Iriarte
En un acto de campaña, el tiempo le jugó una mala pasada a Facundo Manes y se largó a llover. El candidato aprovechó con inteligencia la ocasión y dijo que las gotas eran las lágrimas de René Favaloro, emocionado desde el cielo al ver que se se estaba cumpliendo el sueño de su vida. No es la primera vez que Manes dice estar cumpliendo el sueño del célebre cardiólogo argentino. Rector de la Universidad Favaloro, director del Instituto de Nuerociencias de la Fundación, Manes suele mirarse en ese espejo. Tal vez esto explica que no quiera seguir el escrutinio del próximo domingo en el “bunker” de Horacio Rodríguez Larreta: las personas informadas todavía recuerdan que el intendente de la Capital Federal era interventor del PAMI durante el gobierno de la Alianza, entidad que se negó a reconocer la deuda de casi dos millones de dólares que mantenía con la Fundación Favaloro, lo que llevó al médico a pegarse un tiro nada menos que en el corazón. Manes podría haber recordado eso durante la campaña. Por ahí no lo hizo por la misma razón por la que decidió no decir nada de que compartía boleta con Margarita Stolbizer, eterna promesa de un progresismo imaginario, y con Jesús Cariglino, sombrío ex caudillo peronista del conurbano, que todos prefirieron dejarlo donde estaba, fuera de la luz.
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Entre los sueños que parecen presidir la carrera de Manes se encuentra uno de los máximos anhelos de la medicina: decirle a la política qué es lo que tiene que hacer. Y es que parte del pensamiento político se formó en diálogo con esta ciencia aplicada. Un célebre tratadista del siglo XVII comentaba su actividad diciendo que escribía recetas para el Estado de la misma manera que el médico lo hacía para sanar a un paciente enfermo. La palabra “crisis”, hoy indispensable para pensar la política, se tomó en préstamo de la medicina: en los siglos XVII y XVIII designaba el estado crítico de un enfermo, que podía dar como resultado la mejoría o el agravamiento de la enfermedad que lo aquejaba. Desde entonces la medicina tiene una voracidad imperial, como podemos apreciarlo a partir del siglo XIX. El gran novelista Emile Zola definió los principales puntos del naturalismo comparando al escritor con el médico y a la sociedad con un enfermo de gravedad. Ya en el siglo XX, los médicos dieron un presidente como Arturo Umberto Illia y una persona como Favaloro, que antes de suicidarse había hablado lo suficiente como para crearse el destino de idea moral de la Argentina. Es cierto que también la medicina dio personas como Nelson Castro, dispuesto a diagnosticarle a la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner un cierto “mal de hubris”, para luego sincerar sus pareceres señalando que se trata de una mujer sencillamente mala. Pero todas las familias tienen personas así.
Por primera vez en la historia, Manes parece dispuesto a cumplir este acariciado sueño. Tal vez esto se debe a la invención del concepto de neurocientífico. Porque pensémoslo bien: un pediatra puede tratar al país como un infante, metáfora poco agradable para cualquiera, un urólogo hablaría de la Argentina como si ésta fuera una vejiga o un riñón, un traumatólogo nos diría que la sociedad está compuesta por huesos y músculos, algo un tanto incierto y poco agradable, aunque a veces nos dicen que la sociedad debe tener una columna vertebral firme. Es verdad que habría ramas más felices, como por ejemplo la neumonología o la cardiología, que pensarían la nación como un aire que todos respiran o un corazón que late a pesar de las decadencias que se ven todos los días. Pero un neurocientífico supera cualquier expectativa: es una palabra misteriosa e inteligente que trata a la sociedad como una red neuronal.
Parte del proyecto político de Manes se encuentra en el libro Usar el cerebro, escrito con la habitual colaboración de Mateo Niro y publicado en la editorial Libros del Zorzal. (Digamos de paso que hubo un tiempo que esa editorial publicaba a Jacques Rancière; hoy publica páginas de opinión escritas por autores como el profesor Fernando Iglesias y la doctora Sandra Pitta.) En el prólogo a Usar el cerebro, Nora Bär habla con admiración de las hazañas que Manes presenta en su publicación: “Como debe haberles ocurrido a los descubridores del Nuevo Mundo a fines del siglo XV, nos invita a deslumbrarnos ante ese territorio de maravillas que solo ahora está comenzando a cartografiarse con mayor detalle”. Los asombrosos implícitos superan a la esforzada hipérbole: si logramos imaginar a Manes desembarcando en el lóbulo frontal, como Colón y Cortés lo hicieron en Guanahani y las playas mexicanas, enseguida sospecharíamos que lo que persigue no es una mera aventura desinteresada, sino la colonización de nuestras neuronas.
Manes no defrauda tamaña comparación. En un momento repone las dos hipótesis por las cuales nuestro cerebro es tan grande y complejo. La primera es políticamente anodina: los seres humanos tenemos una masa encefálica de esas características porque formamos comunidades complejas y numerosas; la segunda es deslumbrante: si nuestro cerebro evolucionó de esta manera, es porque aprendimos a manipular a los demás.
A juzgar por el programa que despliega en el libro, Manes se inclina por esta segunda posibilidad. Sus mayores obsesiones son conectar las neurociencias con la educación y la ciencia política. En relación con el primero de estos tópicos, sostiene que “la neuroeducación tiene como objetivo el desarrollo de nuevos métodos de enseñanza y aprendizaje, al combinar la pedagogía y los hallazgos en la neurobiología y las ciencias cognitivas”. Luego comenta que, tras la caída del régimen de Ceaucescu, en Rumania, se descubrieron decenas de miles de niños y niñas huérfanas a los que se les había prestado una pobre alimentación y una más cruel indiferencia afectiva. Por suerte fueron adoptados por familias de todo el mundo, lo que revirtió los retrasos madurativos de sus cerebros. Apasionado por esa temática, se hace la pregunta de “¿qué otra inversión pública para nuestros Estados puede ser más prioritaria que alimentar, curar y educar a un cerebro que está en desarrollo?”.
Como Colón y Cortés en el Nuevo Mundo, Manes se aventura por los meandros de estas metáforas de una manera decidida. Si el Estado debe alimentar y educar a un cerebro (no un niño o una niña), la sociedad termina convirtiéndose en un objeto que puede ser intervenido por las neurociencias para lograr su mejoría. Reflejo de esto es uno de sus hits: el concepto de “miopía de futuro”. Para exponerlo de manera didáctica y pegadiza, habla del caso famoso de Phineas Gage. Hacia las primeras décadas del siglo XIX, Gage era capataz de una compañía de ferrocarril, un “empleado fiable, eficiente, capaz, equilibrado y muy trabajador”. Todo cambió cuando el 13 de septiembre de 1848 un fierro de un metro y medio de largo y un ancho mayor de un palo de escoba le atravesó el cráneo entrando por la parte de arriba de la cabeza y saliendo por encima de la mandíbula. Sorprendentemente, Gage sobrevivió e incluso se sacó fotos con el fierro en la mano, pero sufrió una serie de cambios en su conducta que hicieron posible descubrir la importancia del lóbulo frontal en la personalidad. Manes explica esto diciendo que se convirtió “en alguien impulsivo, desinhibido, irreverente, que elegía siempre opciones riesgosas e irresponsables. Sus decisiones ya no eran ventajosas para él ni para su familia: decidía desfavorablemente al desestimar las consecuencias negativas de sus acciones”. De este modo, se puede concluir que “los pacientes con lesión frontal saben qué está bien y qué está mal, pero de todas maneras deciden desventajosamente. Estos pacientes tienen una miopía del futuro en su toma de decisiones, privilegian la recompensa inmediata, aunque esto tenga repercusiones negativas a mediano o largo plazo”.
Se siente en estas palabras una cierta sintonía entre las actitudes irresponsables del lesionado Gage y las críticas que se suelen hacer a los gobiernos llamados populistas. Y Manes no defrauda. Primero se aventura diciendo que el lóbulo frontal es una “sinécdoque de nosotros mismos”. Tras quedar representados por ese trozo de masa encefálica, que es un homúnculo dentro de nosotros, el lóbulo frontal se convierte en una metáfora comprensiva del conjunto de la sociedad: “Digamos, entonces, que la miopía del futuro no es solo una manera de definir un fenómeno neurológico. Algunas sociedades también parecen padecerla. Muchas veces, como sociedad, elegimos lo que nos brinda una satisfacción inmediata e hipotecamos en el mismo gesto nuestro destino común y el de las próximas generaciones”. La conclusión es provisoria pero inevitable: “Quizás, entonces, la medida del buen funcionamiento del lóbulo frontal de nuestra sociedad esté justamente ahí: en tomar las decisiones colectivas que se adapten a las situaciones dadas y que vayan mucho más allá de un puñadito de tiempo, que sepan ver con nitidez el futuro”.
A lo largo del libro Manes desarrolla de manera implícita una utopía política: el mundo va a todos los males que lo aquejan cuando los seres humanos empecemos a utilizar plenamente nuestras facultades racionales. Para el neurocientífico, el “hambre, las guerras y las muertes evitables deberían ser historia pasada si las funciones ejecutivas metacognitivas -racionales- hubiesen sido utilizadas efectivamente en la solución de estos problemas. Pero, como sabemos, ni el hambre, ni las guerras, ni las muertes evitables han, lamentablemente, desaparecido de la faz de la tierra. Una respuesta posible de estas situaciones es que las cuestiones sociales, por lo general, tienen también un contenido emocional”. Las guerras, el hambre, las muertes evitables no están causadas por las desigualdades económicas, sino por un uso todavía imperfecto de las facultades cerebrales. La neurociencia operaría sobre nosotros para desplegarlos y superar las desigualdades, llevándonos a un futuro de plena realización.
Es notable que con los mismos argumentos ratifica las ideas más conservadoras. En su libro da base científica para distinguir entre el amor romántico y el amor maternal diciendo que el primero está vinculado con la reproducción y el segundo con una zona del cerebro que se activa durante el parto. Señala que los cerebros de los hombres y las mujeres son diferentes, de modo que a los tres días una bebé prefiere mirar fotografías mientras que los bebés se inclinan por agarrar objetos arrojadizos para satisfacer sus instintos de caza, revelando de paso que en su vida le prestó la más mínima atención a una criatura de menos de un año de vida. Incluso sostiene que las inclinaciones políticas de demócratas o y republicanos, en Estados Unidos, se explican por formas distintas de organización mental.
Pero no se trata de una contradicción, ya que conservadurismo y utopía neurocientífica se necesitan: el sueño político de hacer crecer nuestros cerebros sólo es vendible si se convence a las personas de que todo lo que hay alrededor, desde los géneros hasta las ciudades, es resultado de la evolución cerebral.
¿Logrará la medicina el acariciado anhelo de transformar la política en una disciplina subordinada? Todo parece anticipar que no. Usar el cerebro muestra las condiciones para cumplir ese objetivo, pero al hacerlo bordea la ciencia ficción, mientras le devuelve seriedad a ideas como las que tiene sobre el amor, que ni la psiquiatría de fines del siglo XUX se atrevía a mantener. Al dar ahora “el paso” a la política, Manes transforma ese sueño sci-fi en poco más que un discurso hecho para deslumbrar algunas cabezas y pulir ciertos conceptos para que reboten como eslóganes en la campaña electoral.