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Digresiones contra toda mitología

Por Rodrigo Montenegro

“La digresión es una operación literaria. Y aunque muchos comentarios parezcan digresivos, son pertenecientes a un texto sobre literatura. Estas son páginas sobre literatura. Aunque no te parezca. ¿O acaso el discurso sobre la corrupción, aunque acotado en la prensa, no es un género literario tal como el Pacto de Olivos? Si está escrito en algún lugar, puede ser una pieza literaria.

Pero, si tuviese una copia del pacto, jamás perdería tiempo en comentarlo. Allá ellos con sus arreglos. Jamás perdería tiempo analizándolo. Ni siquiera tiene el encanto de lo que ayuda a vivir pericolosamente.”

 

Fogwill, Estados alterados.

La primera vez que leí Estados alterados fue hace ocho años, en el sitio web Plazademayo.com del enigmático Gabriel Levinas. Hoy en su lugar hay un hueco porque el texto abandonó la forma digital para encarnarse en la edición de Blatt & Ríos y ser prologado por Silvia Schwarzböck. Compruebo, otra vez, que la ilusión del archivo infinito, ilimitado y siempre disponible de la red de redes es una de las ficciones mejor articuladas del presente. Afortunadamente, aún quedan editoriales que bucean esas profundidades para recolectar tesoros perdidos entre las toneladas de basura, noticias falsas, pornografía, publicidad y un egotista culto al autorretrato.


El 29 de mayo del 2013, entonces, aparecía Estados alterados, un texto parcialmente inédito de Rodolfo Fogwill. La breve introducción informaba sobre el origen del mismo. Hacia el año 2000, Levinas decidía reeditar una ya mítica revista de la primavera alfonsinista (también llamada posdictadura), El porteño. Para ese primer número convocaba a Fogwill, antiguo redactor de la primera etapa. La respuesta a esa convocatoria es el texto que aparecía (completo) en Plazademayo.com, ahora en la edición de papel y tinta, y que antes había sido recortado “por cuestiones de diagramación y espacio” ya que, según informaba Levinas, Fogwill redactó un artículo que ocupaba casi la totalidad de la revista. 


Ahí, el primer gesto para iniciar la lectura de un nuevo fraude fogwilliano: el artículo no es un artículo. Es un texto que deliberadamente mezcla datos históricos, polémicas intelectuales y referencias a la escena literaria a través de un lenguaje que adopta la dispersión como recurso y método. Un texto fragmentario y artificioso, en el cual intervienen voces y figuras, mitos e ideologías, es decir, relatos que se procesan como engranajes de la maquinaria narrativa fogwilliana para hacer vibrar una escritura creada entre la argumentación polémica, la crítica metódica y los mecanismos asociativos de la deriva. La deriva, vale recordar, no es un artilugio retórico sino una política de la lengua. Entre sus centelleos cáusticos, el Fogwill del 2000 reelaboraba la marca registrada de una identidad impostada durante los años ochenta. Por eso, el texto hace explícita una crítica intransigente hacia un ejercicio intelectual vinculado a toda forma pensamiento orgánico o sustancialista, esgrimido contra los compromisos mercantiles (o ideológicos) entre escritores y editoriales. De ahí que el discurso fogwilliano sea, al menos, doble (por no escribir múltiple), procesando política y literatura como instancias de una tensión nunca resuelta.


Frecuentemente, la iridiscencia cínica y el anecdotario impiden leer a Fogwill, al menos leerlo en un sentido fuerte y archi-filológico que avance más allá de la monstruosidad del personaje, de sus declaraciones grandilocuentes, de un ejercicio programático de la “pedagogía del agravio”, tal como la refiriera María Moreno alguna vez. La superficie de la incorrección política, de la foto de tapa, de la exteriorización sin límites de lo que no se puede escribir (y por lo tanto pensar) obturan la escritura de Fogwill. Esta exasperada a-lógica de yuxtaposiciones, esgrimida contra toda argumentación secuenciada, ordenada, racional, da lugar a una poética crítica que funciona por dispersión temática y conceptual. Porque la primera tesis del pensamiento paranoico postularía que todo tiene que ver con todo. Algunos lo llaman axiomática del capital, Fogwill lo pensó como literatura, es decir, una máquina narrativa capaz de diseccionar cualquier corrección moral, política o literaria, de conectar el Pacto de Olivos con la industria del libro o la fangosa mala consciencia progresista. Por eso, esta incorrección era proyectada en la metáfora delirante del escritor samurái:

Lo mismo habría que obtener para la literatura, que es el objeto de estas páginas: mano de obra intelectual capacitada para obrar por instinto. Dotada de un sistema de prejuicios eficaz. Gente dispuesta a moverse colectivamente sola. Como verdaderos samuráis, pero sin tanta aparatosidad y griteríos. Maradonas, pero con menos predisposición a engordar y sin Coppolas. Si se tiene eso, el resto se consigue en un abrir y cerrar de ojos. (49)

Sobre esta base Fogwill debe entenderse una representación básica de sus operaciones discursivas: el prejuicio. Diagramar un “sistema de prejuicios” no es otra cosa que establecer una política contra la opinión pública y los discursos sociales, contra el realismo ingenuo, la ideología banalizada y las diversas caras del poder que circulan entre las instituciones y el mercado. Es, por lo tanto, considerar al escritor en pie de guerra contra cualquier formación de sentido establecido y cristalizado. De ahí que la poética crítica de Fogwill se elabore como visión de un trabajo sobre la lengua equiparada con la misma posibilidad del pensamiento: se piensa en la frase, en el discurso. 


El célebre dictum fogwilliano -escribir para no ser escrito- solo se comprende sobre el fondo de una derrota (la del materialismo histórico argentino y sus organizaciones político-militares) y una resistencia: evitar ser capturado por el discurso social, pensar (aún lo impensado) para no ser pensado por otros. Esa resistencia a la “doxa de las sociedades democráticas”, por supuesto, no es un gesto privativo de este discípulo de Eliseo Verón, sino de todo un arsenal metodológico que desde hace al menos cincuenta años intenta componer la posibilidad de una experiencia y una escritura del derroche contra el ascetismo político y, obviamente, literario. Por eso, el reclamo por una “inyección de prejuicios, supersticiones, preferencias caprichosas, hostilidades arbitrarias. Porque sin prejuicios, casi no se puede pensar”. Este es el resultado de un programa lanzado a corroer las certidumbres y, por lo tanto, a escenificar un conflicto; se escribe (se piensa) en contra de algo, y en Fogwill ese enemigo era explícito:
 

El enemigo es el mito literario que todos han -como diría un tarado de filosofía pret a penser- deconstruído pero vuelto a comprar. Mito: relato colectivo que impone la literatura como si tuviese algún vínculo con el mensaje, con la edición y las canallescas editoriales, y los vanidosos y a menudo grotescos suplementos, el espacio de pavoneo, las agencias diplomáticas extranjeras como el ICI, las fundaciones que andan buscando actos de sumisión. (108-109) 

 

La escritura fogwilliana es uno de los avatares rioplatenses que ha trabajado con mayor tenacidad contra el mito literario, y contra cualquier forma de relato colectivo. La crítica al mito es, ante todo, una forma de hacer visibles las conexiones materiales de toda construcción discursiva, de su alineamiento a la lógica institucional, a su vez implicada en el mercado de consumo y legitimación cultural. Sin embargo, hay una aclaración fundamental. Este discurso de confrontaciones no se inscribe en un programa de militancia que identificaría con claridad a un enemigo político, menos aún la restauración de cierta unión sustancial entre la literatura y la política. El punto nodal de esta determinación por no ceder hacia una visión simplificada surge por oposición al poema de Gelman “Esperan”  de Si dulcemente (1980) que Fogwill describe como “uno de los mayores poemas de esta tierra”. [1] Sin embargo, la maquinaria desmitificadora es impasible: “No hay claridad, gente. Empezar sí, pero en esta oscuridad heredada, que es el terreno donde hay que ponerse a corregir a tientas”. Por lo tanto, para Fogwill, escribir contra el mito literario implica, también, corregir el error de la certeza, de la seguridad, de la iluminación, que funcionan en desmedro de una productividad sospechosa; porque escribir también es resistir a la banalidad para elegir una incómoda posición entre las espinas de la crítica.


Insisto, en Fogwill la literatura colisiona contra cualquier tipo de institucionalización porque siempre se propone como práctica anti-canónica, como desacuerdo que roe certidumbres y, por lo tanto, como praxis (¿post, neo, ultra?) marxista del conflicto y la polémica. Esta línea es la que se retoma Estados alterados. Por esto, en el célebre contrapunto con Horacio González, Fogwill insistía en impugnar el relato mítico de la tradición nacional popular, y en su lugar indagar irónicamente: “¿Se piensa desde, contra, a pesar del mito, de las tres maneras a un tiempo, o de la manera que conviene a los tiempos?” (114). Hacia el final del texto Fogwill vuelve a convocar un tono personal para situarse de lleno en el problema de la función del escritor entre los discursos sociales del campo cultural. Esta concepción del trabajo de la escritura a contracorriente del imaginario colectivo es, en efecto, la potencia política de su poética y su negativa a cualquier registro conciliador. Fogwill, ataca:

Pero no transo. Conste que no me chupo el dedo y que tengo siempre a la vista la evidencia de que no hay mejor mito que la desmitificación. Pero solo podría vivir dentro de un mito nuestro, no de una construcción de la historia que nos tuvo en cuenta solo como consumidores de su secreción ideológica (114).

Hacia el final, podría pensarse que el único imperativo que reconoce la máquina fogwilliana es la posibilidad de asediar tácticamente los mecanismos y pliegues del poder, de la ilusión de la vida política domesticada. Es decir: “no transar”, “no servir”. Es sabido, el prólogo de Schwarzböck oficia como síntesis de ese ethos guerrero, que Fogwill participó violentamente y con placer en esa disputa contra la normatividad de los sistemas que tienen su base en el lenguaje y dan forma a ese enigma llamado industria cultural. Muy lejos de la lógica cultural del capitalismo tardío, un año antes del derrumbe económico y la fractura social, para Fogwill la literatura aún era la experiencia total para leer y ser en el mundo, porque todo puede ser leído como literatura, sobre cuando la palabra literaria actúa en el desprendimiento de lo heredado, de lo atávico, es decir, de los mitos fraguados en el lenguaje y por el lenguaje.


Estados alterados, ya sean de conciencia o gubernamentalidad, da lugar a una palabra que regresa desde la tumba para recordar que la política o la literatura pueden reducirse con absoluta facilidad y beneplácito a la trivialidad del pacto, al servilismo de la representación, a la moneda de cambio, o bien cometer el riesgo del pensamiento.

 

 

 

 

[1] Juan Gelman, “Esperan” en Sí, dulcemente [1980]. 

Interrupciones 1. Buenos Aires: Editorial La Página, 2011.

vamos a empezar la lucha otra vez/el enemigo

está claro y vamos a empezar otra vez

 vamos a corregir los errores del alma

 sus malapenas/sus desastres/tantos compañeritos

 

derramados/hijitos derramados/vamos

a empezar/llegó el día con su

recordación de muerte/llegó la

noche con su recordación de muerte

 

llegó la muerte con su recordación /

nosotros vamos a empezar otra vez/

otra vez vamos a empezar/

otra vez vamos a empezar nosotros

 

contra la gran derrota de la mundo/

compañeritos que no terminan/ o

arden en la memoria como fuegos/

otra vez/ otra vez/ otra vez

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