De un Congreso de Literatura
Por Ignacio Iriarte
Una vez asistí a un congreso sobre autobiografía. En una de las mesas principales leyeron dos personas importantes. El público era nutrido para los estándares de un evento de esas características. Los trabajos fueron excelentes, aunque uno de ellos llamó la atención porque tenía, además, un comienzo enigmático. Si bien el tema general era la escritura de los diarios, al principio esta persona hablaba de un monstruo y no supe identificar bien a qué se refería. No fui el único, porque a la hora de las preguntas una de las personas importantes del público (también las había) preguntó a qué se refería con exactitud con esa referencia. ¿Quién era ese monstruo del que hablaba al principio? ¿Qué quería decir con esa mención? La pregunta era del todo pertinente porque, como dije, el texto se centraba en los diarios, la manera de escribirlos, el presente, la anotación cotidiana. Tal vez la conferencista (se trataba de una mujer) habría respondido, pero alguien del público dijo una frase tajante: “todos sabemos de qué se trata”. Acompañó la frase con una media sonrisa y dirigió la mirada hacia el público, girando la cabeza como un pájaro, porque estaba sentada en los asientos de adelante, posando su mirada lentamente en nosotros, hasta detenerse en quien preguntó. El silencio fue automático y, como también era un poco embarazoso, se pasó de inmediato a otra cosa.
Siempre interpreté que el suceso era esclarecedor. Hay algo cautivante en esa frase, porque si bien cierra las cosas de una manera brusca, habla de un saber colectivo y deja en el enigma aquello que uno quiere averiguar: todos saben de qué se trata. Por otra parte, hemos escuchado frases como esas a lo largo de nuestras vidas y sentimos la misma vergüenza que advertí a mi alrededor en aquella oportunidad.
Una de las cuestiones notables de una frase como esa es que solo puede enunciarse en público. A nadie se le ocurriría estar solo en su casa devanándose los sesos por desentrañar una frase oscura y decir “bueno, pero en fin, todos sabemos de qué se trata”, y quedar conforme con esa estúpida solución. Es una frase que se dice en público, por eso la momentánea sensación de vergüenza que entraña, y que se supera fingiendo que también uno sabe lo que en realidad ignora. El proceso mental que se sigue podría transcribirse de la siguiente manera: una persona expone un discurso en el que deja algo sin aclarar, alguien del público hace la pregunta, o la pregunta queda ahí, en suspenso, ni siquiera la gente se atreve a formularla, y de inmediato todos fingimos saber de qué se trata para no quedar como ¿qué?, bueno, es claro, como unos verdaderos idiotas ante el resto de las personas.
Aunque no soy un hombre de las ciencias de la educación, es decir, no pertenezco a esa suerte de central de espionaje que opera sobre el resto de las disciplinas, creo que en esa frase se resume al menos una parte de las condiciones que presiden el curso de una carrera universitaria. En algún momento de una carrera, tal vez en muchos momentos, la aseveración tajante flotó por encima de nuestras cabezas, porque la verdad es que una de las cosas que tiene la enseñanza es que en algún punto el que escucha no tiene ni la más pálida idea de lo que dice la persona que habla. ¿Qué hace esa persona? Finge que sabe con el propósito de no quedar afuera del rebaño, para decirlo a la manera de la pastoral. Si no puede fingir, si igual se mantiene en su ignorancia, protestando por las oscuridades del saber, posiblemente abandone esa carrera, delatando la superchería en la que se sustenta. Sería como Sócrates, que andaba desmintiendo a los otros, aunque se iría seguramente sin pena ni gloria, lo que puede llegar a ser muy conveniente si tomamos en cuenta lo que le pasó al filósofo tras mostrarles a sus compatriotas lo ignorantes que en realidad eran.
Me atrevo a decir que esa ignorancia es fundamental. Hay un momento en Indiana Jones III en el que Harrison Ford debe cruzar un precipicio para encontrar el grial, pero no hay puente por el cual caminar. Se trata de un salto de fe, como concluye con cierta desesperación, porque el padre se está muriendo debido a que uno de los nazis le incrustó una bala en el estómago, con esa risa de estúpida maldad que tienen los nazis en esa película, y el agua del grial lo puede salvar. Entonces se dice a sí mismo: “creo, creo”, se convence más bien, aunque nunca lo sabremos del todo, y al dar el paso, taz, cae en un puente que se forma debajo de sus pies. Aunque es posible que no sirva de modelo para las ciencias exactas, en lo que respecta a las humanidades sucede algo similar a lo que pasa con la película, hay también un salto de fe, porque en verdad no todo está explicado. “Todos sabemos de qué se trata” debería ser la divisa que se coloque en el dintel de la puerta, a la manera de las academias griegas, y ahí dentro la gente da ese salto de fe, que consiste en decir: “finjo que sé de qué se trata”, porque seguramente lo averiguaré después.
¿Pero después qué pasa? Harrison Ford pasa por el precipicio y encuentra la copa con la que Jesús tomó su vino durante la última cena y lo compartió como su sangre. Nuestra época es menos religiosa y la realidad lo es mucho menos que una película como ésa, que, como buena parte de Hollywood, se dedica a popularizar algunos dramas míticos y las relaciones padre/hijo que estudió Sigmund Freud por medio de su encarnación en ídolos populares. Lo que encuentra un estudiante de Humanidades es algo más modesto: una copa que no contiene nada. Es decir, ese enigma inicial se mantiene como eso, un enigma, se va modificando, se va ampliando o reduciendo, pero es eso, un enigma, que no se va a descifrar.
Las carreras universitarias, o mejor, la única que conozco, la de Letras, es una forma de la veladura. En “La esfinge sin secreto”, Oscar Wilde cuenta que los hombres se vuelven locos por una mujer. Ella lo sabe, y mantiene la atención haciendo cosas enigmáticas, rodeándose de misterio. Hasta que un buen día uno se da cuenta de que bien podrá será una esfinge, pero no tiene secreto, ni el más mínimo, es una mujer sin sustancia, lo que combate fingiendo que oculta algo. Estudiar y escribir necesita de eso: un ansia de saber que siempre se queda corto, y esa falta que deja produce el deseo de saber.
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Y si bien hablo de una carrera universitaria, es posible que ése constituye una suerte de apólogo sobre el saber. En su monumental Mímesis, Eric Auerbach compara las formas de representación de la Iliada, que pone a todos los personajes y todo lo que sucede bajo una luz potente, con el Antinguo testamento, que está lleno de oscuridades y hay cosas que no explica, por ejemplo de dónde proviene la voz de Dios y por qué Abraham decide obedecerla. Enseguida sostiene que la representación literaria, en Occidente, y lo mismo podríamos decir de la pintura, el cine, etc., combina esos dos elementos. Sin sombras, la luz no tiene sentido; sin desconocimiento, sin ignorancia, y me atrevo a decir, sin una pizca de idiotez, no hay inteligencia ni saber.
Porque casi no hace falta decirlo: todos sabemos de qué se trata.
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