De regalos, viajes, magias y sufrimientos: crónicas del triatlón desde afuera de la escena
Por Ro Fernández
1986 es el año que marca el momento en el que el triatlón marplatense empezó a viajar. De la misma manera en que el deporte despega rápidamente y se convierte en competencia olímpica en menos de 25 años, los triatletas iban a pasar de bañarse en las transiciones en 1983 a estar viajando a Hawai en 1986. Sin embargo, 3 meses antes de tomar el vuelo Bs. As-Los Ángeles, Los Ángeles-Honolulu, Honolulu-Kona que los llevaría a competir en la misma carrera que ganarían las leyendas de Scott Tinley y Paula Newby-Fraser, hubo un primer viaje que sirvió como experiencia y antesala del Ironman pero que además nos permite hoy en día reparar en la precariedad de esos primeros años del triatlón nacional. En una camioneta Ford F 100 con cabina, Atilio Balestra, Ariel Vaz, Laura López, Cacho Bernatene, Ricardo Carleto y Pepe Fernández fueron hasta Guarujá, cerca de San Pablo, Brasil. 2 días y medio, 2500 kilómetros, tres adelante y tres en la caja, y con un carrito atrás que llevaba las bicis, para correr por primera vez en una competencia internacional. A la vuelta, y para amortizar el viaje, Cacho para en algunos pueblitos para comprar antigüedades para su casa de remates; en esas oportunidades, mientras los demás estiran las piernas, Ricardo aprovecharía también para comprar algún que otro regalo a su hijo Cristian, quien años más tarde sería otro de los grandes nombres del triatlón de la ciudad.
Y acá aparezco yo. Porque si bien todavía no existía en los ´80, esa década que sin lugar a dudas fue la juventud para nuestros padres y que hoy en día produce una gran cantidad de materiales nostálgicos, mi relación con el triatlón se da, inicialmente, a partir de los regalos a la vuelta y los preparativos antes del viaje. Ropa con onda yanqui, un peluche gigante de Minnie, merchandising de la carrera, golosinas, unas fibras con los escuditos de la NBA – mi favorito: el violeta que era de los Raptors. Ese día era pura felicidad: papá abría el bolso y empezaba a repartir. Pero en realidad, por fuera de la alegría de los regalos, lo que más me gustaba era la antesala de la carrera: la casa se llenaba de bolsos a medio armar -unos más pequeños, otro largo, azul y rojo, que decía Budweiser-, a la bicicleta la metían en una bolsa de dormir gris con forma de trapecio y con Blas, mi hermano, buscábamos amuletos para darle suerte a papá. No puedo precisar ciudades ni años, pero en mi recuerdo son los finales de los 90, -la cantidad de regalos hace sentido con el famoso 1 a 1-, a lo sumo principios de los 2000, y el destino es siempre Estados Unidos. Por unas semanas nos hacemos a la idea de que nos vamos a quedar solos los tres con mamá y eso significa mayor libertad y la posibilidad de alguna que otra noche dormir en la cama grande.
Sin embargo, a pesar de esos preparativos, creo que no entendíamos del todo lo que iba a hacer papá, es decir, sabíamos que iba a correr una carrera pero no dimensionábamos todavía ni las distancias ni el sufrimiento. Y estoy segura de que era así porque en la nebulosa de recuerdos de infancia hay uno que sobresale: el del día que efectivamente sobrevino, como un Scania gigante, el entendimiento. He visto a lo largo de mi vida a mi papá entrenar en invierno y volver de hacer 4 o 5 horas de bici con térmicas bajo cero y los dedos congelados al punto de no poder sacarse los guantes, para comer un plato de fideos y luego salir a correr, pero nada se compara a la vez en que descubrí que todo ese esfuerzo descomunal para ser un Ironman dependía entera y completamente de su cuerpo, de sus músculos, de su cabeza. Como una especie de estadio del espejo tardío, la angustia desfasada del octavo mes, llegó el día en que, antes de una carrera, mientras nos dedicábamos con Blas, que era más chico que yo y que creo que todavía no se había dado cuenta, a pegarle figuritas de Dragon Ball a la bici violeta de papá, se me reveló la verdad más desgarradora. Habíamos elegido unos Gokú, creo que también un Vegeta, que en ese momento ya había dejado de ser el villano para luchar del lado del bien, pero lo más importante era la figura de un hombre verde con turbante que se llamaba Píccolo y que por alguna razón que ya no puedo recuperar asociábamos a mi papá. Yo me dedicaba a recortar cuidadosamente las figuras que se desviarían y en vez de ser pegadas en el álbum irían a decorar la bici Colnago, cuando en mi mente apareció la idea de que esos personajes eran tan solo eso, personajes de un dibujito, simples pedazos de papel con pegatina, que en la realidad no ayudarían ni le darían fuerza a mi papá cuando estuviera cansado. Reparé en la estupidez y la banalidad de lo que hacíamos pero no dije nada y seguí: despegué cuidadosamente la figura y la coloqué en el manubrio para que Píccolo mirara a los ojos al Ironman cuando el cuerpo no diera más.
Me pregunto a esta altura a quiénes le pertenecen las historias de las cosas. O, mejor dicho, por qué incluir esta historia de desengaño durante la niñez en estas crónicas sobre el triatlón. La semana pasada mientras leía sobre 1986 y el Ironman de Hawai al que fueron Laura López, Mario Rubín y papá, descubrí con estupor, incluso lo tuve que chequear varias veces en distintas páginas, que esa vez mi papá había abandonado. A decir verdad, y para salvar la trayectoria de mi padre en internet, debo señalar que la nota estaba errada porque si bien fue descalificado, había completado la competencia. [1] Sin embargo, elijo quedarme con esa desconfianza inicial, con lo inconmesurable de la idea del abandono, porque eso hizo que inmediatamente viniera a mi cabeza ese recuerdo un tanto olvidado pegando figuritas. Había descubierto que un cuerpo era eso, tan solo un cuerpo, pero no había entendido aún, y quizás recién ahora lo esté empezando a procesar, que un cuerpo también puede, aunque no lo haya hecho, abandonar.
La última vez que mi papá corrió un triatlón del circuito Ironman fue en Mar del Plata en el año 2018: yo ya no vivía con ellos y, a diferencia de lo que había sucedido en esa infancia en la que era parte de la mística de la preparación pero no veía la carrera, esta vez me salteé la parte previa y eso que siempre había estado fuera de escena se hizo presentó. En realidad, quise levantarme temprano para saludarlo antes de la carrera casi que por cábala pero papá me dijo que no hacía falta que fuera a las 5 de la mañana –sí, a esa hora se levantan los atletas el día de la competencia. Así que nos fuimos reuniendo temprano, pero no tanto, enfrente del skatepark de la costa con los Fernández, toda una barrabrava si las hay, para alentar a nuestro competidor. Lo vimos pasar en bici, había salido bien del agua, siempre fue la parte que mejor se le daba, pero una vez que llegó la última parte, la maratón, la cosa se empezó a poner dura: era verlo pasar moviendo en signo de negación la cabeza, algún tío que le preguntaba cómo iba y lo animaba, caras de preocupación. A la vuelta siguiente, ya caminaba y vi por primera vez en mi vida a mi abuela Nelly apartar la mirada: no soportaba mirar el dolor –nosotros tampoco supimos en ese momento que un año más tarde seríamos nosotros los que no soportaríamos mirar el de ella.
Papá completó ese día su triatlón N° 18 con 55 años: los últimos kilómetros caminé con él en silencio hasta que a metros de la línea de llegada un hombre de la organización me paró y me dijo que el último tramo siempre se hace solo. No pasa nada, Rochi, después nos vemos, me dijo y lo vi seguir caminando sin mirar atrás, decidido, aunque seguro –y quien lo conozca se lo podrá imaginar- enojado consigo mismo por no haber podido hacer la carrera que quería. Recuerdo que me quedé quieta y lloré: concentré la mirada en su cuerpo, seguramente extenuado, como si pudiera empujarlo con la fuerza de mi mente, tal como debió haber hecho en los 90 ese hombre verde con turbante que lo miraba desde el manubrio de la bicicleta, y, por un momento, tan solo por un momento, sentí que había vuelto a creer en la magia de las figuritas de Dragon Ball.
[1] Tanto Rubin como papá fueron descalificados en esa oportunidad pero por motivos diferentes. Al primero lo sancionaron en el km. 80 de la bici y al segundo por pasarle comida a Rubín, que no sabía pero ya venía sancionado, en el km 165.