Artaud es un discazo
Por Ignacio Iriarte
Cuando digo que mi primera hija se llama Grisel, muchas veces las personas reaccionan favorablemente y me comunican lo que saben de ese nombre. La gente grande o la gente no tan grande pero informada mencionan el tango de José María Contursi y Mariano Mores e incluso se ponen a cantar algunas versos, por lo general no todo el tema. Entonces nos ponemos a hablar de lo hermoso que es ese tango, tan triste, y luego les cuento que es algo familiar, porque mi pareja tiene como segundo nombre Grisel y a ella se lo puso el padre, un hombre que a pesar de que tiene la misma edad que Paul McCartney (aprox.) se negó a esas aventuras y mantuvo una fidelidad argentina al tango o una fidelidad tanguera a la Argentina, nunca lo pude saber, porque en cuestiones de fidelidades y naciones todo es circular y no se descubre cuándo empieza qué. A las personas que saben de tango les digo (yo, que no sé nada de tango) que el tema se llama Gricel, con “c”, mientras que mi pareja y mi hijan van con “s”, porque el registro civil no permitió ser fiel al nombre de la mujer de la que Contursi se enamoró.
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Me ha sucedido también que cuando digo el nombre de mi hija, algunas personas me hablan de la versión de “Gricel” que hicieron Luis Alberto Spinetta y Fito Paez en La la la. También me han dicho una vez que se trata de un nombre spinetteano.
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A diferencia de la primera de estas dos conversaciones, en la que sé muy poco pero los pocos datos que retengo son precisos y me causan satisfacción, el nombre de Spinetta vinculado con esta historia me causa una sensación que está en algún punto entre la frialdad y el desagrado. La versión del disco de Spinetta, que imagino que habrá brotado de su espíritu de vanguardista, porque fue una suerte de Rambo de la música, siempre avanzando, siempre el solitario hombre de los combates primeros, me gusta cada vez menos, y eso que nunca me gustó demasiado. Tendría que haber una regla para realizar un cover, una suerte de Principio Cooperativo de la música: si va a hacer una versión de una buena canción, mejórela, o al menos haga algo que esté a la altura.
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Reconozco que no es algo que me pasa solamente con ese tema en particular. Spinetta es un músico clave del rock nacional, un letrista planetario, más que planetario, sideral, que puede hacer temas con unos 15 acordes abiertos y disonantes, imposibles de reproducir por un fogonero, pero por alguna razón, que a veces creo que es maldición, nunca conseguí conectar con su música, sus apariciones en la tele ni con el personaje que construía. Hay como un folklore elaborado alrededor de los que no nos gusta Spinetta. Cuando uno de nosotros dice “la verdad que no me gusta mucho Spinetta”, usando el “la verdad” y el “mucho” para matizar un poco y evitar la maldición de los que son fanáticos de semejante enredo musical, es usual que nos recuerden que “Artaud es un discazo”. Todas las hojas son del viento, menos la luz del sol, dale el aura misma de tu sexo, esas cosas. Escuché mucho ese disco cuando era adolescente porque tenía un sabor hippie que corría entre las fibras nostálgicas de los años ’90, década en la que se recuperó el rock nacional e internacional de los ’70. Pero esa forma que tiene Spinetta de componer bajando línea sobre todo a las mujeres, a quienes les dice que hagan esto y aquello, me suena a sermón dominguero.
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Hace poco intenté incluir una canción de él en mi vida y puse en una lista de spotify “Cantata de puentes amarillos” (el lejanísimo Artaud es el Spinetta que más cerca queda). Si uno viajara de Buenos Aires a Mar del Plata o de Mar del Plata a Buenos Aires la canción se llevaría un octavo del viaje. Mientras uno se aburre con las vacas en la pampa, llega por los auriculares la voz de Spinetta: le dice a una mujer que los hombres la miran, la quieren tomar, resumiendo todo en un “ojo el ramo”, frase con la que tal vez quiera condensar “matrimonio”, o eso espero, porque de otra forma derivaríamos a alguna perversión digna de la mente de un cura. En el momento más alto de todo esto grita “platos de café”. No lo dice una vez: lo dice dos veces, una como al pasar y otra con un dramatismo que los platos por suerte desconocieron.
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Ya que hablamos de vajilla podemos contrastar esa enfática mención con “Té para tres”, de ese spinetteano que fue Gustavo Cerati. Pero en su canción las tazas son maravillosas. Se trata casi de una metonimia (que contrasta con la mucha metáfora de Spinetta): nombra a las personas por medio del objeto que utilizan para tomar el té. ¿Por qué tres tazas? Todos escuchamos a la madre diciendo que Cerati refiere el momento en que conocieron que el padre se moría. Las tazas se llenan de sentido: la tristeza se transfiere a los objetos, o mejor, los objetos hablan a pesar de que no dicen nada. Al final de la canción Cerati dice que “no hay nada mejor que casa”. Ya no vive en esa casa, pero “casa” es la casa de la infancia, la verdadera casa, el lugar del que uno se fue y al que nunca pudo volver.
Hace poco volví a ver un recital de Cerati en el que Spinetta sube al escenario y cantan “Té para tres”. Cuando termina ese tema arranca “Bajan” (¡otra vez Artaud!). La articulación es conmovedora. Y entonces pienso que es por eso que mucha gente lo adora. En momentos como ese lamento no haber podido entrar al mundo de Spinetta.
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